Por James Neilson |
Puede que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner ya no
sea la vengadora severa de la etapa prefranciscana que terminó abruptamente
hace un par de semanas, que, merced a aquel encuentro cercano con Dios que dice
haber protagonizado en Roma, se haya transformado en una mandataria bondadosa
que irradia ondas de amor, una auténtica leona herbívora que quiere traer
armonía a un país crispado, pero así y todo hay ciertos límites al cambio que
se ha propuesto. Si bien ha perdonado al Papa por los pecados de leso
kirchnerismo que cometió cuando aún era el molesto monseñor Jorge Mario
Bergoglio, Cristina no parece estar dispuesta a incluir entre los beneficiados
de la amnistía al gobernador bonaerense Daniel Scioli y otros políticos
sindicados como derechistas. Por el contrario, quiere expulsarlos del escenario
político, junto con los jueces de la Corte Suprema, antes de que le sea
demasiado tarde.
La forma elegida por Cristina para poner de rodillas a
gobernadores sospechosamente ambiciosos como Scioli es sencilla: los priva de
los fondos que desesperadamente necesitan y aprovecha la militancia congénita
de empleados estatales, como los docentes del sistema público, para hacer de
los distritos que están procurando administrar zonas de conflicto en que reine
el caos. No es del todo frecuente que un gobierno nacional libre una especie de
guerra contra las jurisdicciones principales del territorio que le ha tocado
administrar con el propósito de aumentar el poder del centro a costa de aquel
de la periferia, pero el encabezado por Cristina no ha vacilado en hacerlo, de
ahí las maniobras urdidas a fin de perjudicar a la Capital Federal y las
provincias de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe.
El método que ha perfeccionado Cristina se inspira en la
convicción de que en política, como en todo lo demás, lo que más importa es el
dinero. Gracias a la plata aportada por los contribuyentes, por los productores
de soja y otros, ha podido crear un imperio mediático propio, docenas de facciones
políticas, algunas de armas llevar, y una “burguesía nacional” muy rica cuyos
miembros saben que le deben todo. Sin embargo, aunque los esfuerzos del
Gobierno han tenido un impacto muy negativo en la provincia más poblada del
país que, además de las ya rutinarias huelgas docentes, se ve desestabilizada
por los estragos perpetrados por delincuentes que, en algunas localidades como
Junín, han provocado puebladas que fueron agravadas, según las autoridades
municipales, por el accionar de militantes kirchneristas, hasta ahora los
resultados no han sido los previstos por Cristina y soldados tan abnegados como
el vicegobernador Gabriel Mariotto.
Ha sido tan evidente la hostilidad hacia Scioli de la
Presidenta, los muchachos, algunos un tanto envejecidos, de La Cámpora y los
sindicalistas que son funcionales al kirchnerismo, que aun cuando haya obrado
mal, muchos culpan al Gobierno por las consecuencias adversas. Es sin duda por
este motivo que, según las encuestas, Scioli sigue siendo dueño de una imagen que
ha llegado a ser decididamente más atractiva que la de Cristina, aberración
que, huelga decirlo, enoja sobremanera a los comprometidos con el cada vez más
estrambótico proyecto K.
Para furia de los kirchneristas, y frustración de muchos
dirigentes que son declaradamente opositores, el país está deslizándose hacia
la opción que se ve encarnada por Scioli. Lo están empujando hasta las brisas
balsámicas que soplan desde el Vaticano, que se ha visto convertido en el feudo
de un aliado, la sensación de que Cristina se sabe derrotada pero que continúa
luchando contra el paso inexorable del tiempo porque no le gustaría para nada
verse devuelta al llano, lo poco impresionante que es el presunto plan B
oficialista (se habla de una fórmula conformada por el gobernador entrerriano
Sergio Urribarri y el ideólogo oficial Carlos Zannini), el letargo opositor, el
vuelo atolondrado hacia las alturas del dólar blue y el temor difundido de que el
país ya esté experimentando una implosión económica a camera no tan lenta.
Asimismo, en la provincia de Buenos Aires, aún no han prosperado los intentos
de inflar la reputación de la cuñada presidencial, Alicia Kirchner, para que
todo quede en familia: muchos intendentes la quieren porque, como ministra de
Desarrollo Social, puede repartir dinero a raudales, pero a ojos de los
bonaerenses de pie la santacruceña sigue siendo una intrusa.
La ruptura definitiva de Scioli con el kirchnerismo es
considerada inminente desde hace nueve años y diez meses pero, para extrañeza
de casi todos, el vicepresidente y después gobernador ha sido reacio a darse
por enterado del hecho, para otros evidente, de que sus ideas y su estilo sean
incompatibles con los de Néstor Kirchner, Cristina y los personajes que se han
sumado a su variante supuestamente revolucionaria del peronismo. A pesar de
todos los insultos y, últimamente, las presiones económicas, con los que los
kirchneristas han procurado ahuyentarlo, Scioli se ha mantenido en sus trece,
como si a su parecer solo ha sido cuestión de un gigantesco malentendido y que,
andando el tiempo, Cristina y sus incondicionales se darían cuenta de que en
verdad siempre ha sido el más leal de todos, el único que, de ocurrir lo
inconcebible, estaría en condiciones de brindarles un mínimo de protección
contra los decididos a obligarlos a rendir cuentas ante la Justicia por sus
muchas transgresiones. ¿Está por dejar Scioli de ser el líder de facto de la
oposición moderada disfrazado de oficialista burlonamente sumiso para mostrarse
como el lobo “liberal” que, según los kirchneristas que se sienten más
preocupados por su negativa a irse, realmente es?
La respuesta a esta pregunta, que ya han planteado mil veces
los interesados en las vicisitudes políticas del país, dependerá de lo que
suceda en las semanas o, quizás, meses venideros. Si, como es bien posible,
todo se viene abajo, no le costaría nada al gobernador, víctima de los
atropellos oficialistas, abandonar a su suerte a Cristina y su tropa,
alejándose de una debacle que no habrá contribuido a provocar para asumir la
postura de un salvador en potencia capaz de garantizar que la transición no
resulte demasiado traumática. En cambio, de demorarse el naufragio de un
“modelo” que ya apenas logra mantenerse a flote y que se hundiría si no fuera
por el miedo generalizado a la anarquía, Scioli continuaría rindiendo pleitesía
a la Presidenta con la esperanza de que, luego de desvirtuarse todas las demás
alternativas, finalmente decida que, dadas las circunstancias, le convendría
resignarse a verse sucedida en la Casa Rosada por un político cuyo perfil es
radicalmente distinto del suyo, uno que, para más señas, tiene mucho más en
común con Mauricio Macri que con cualquier integrante del aglomerado
kirchnerista.
Lo que quiere Scioli es contar con las ventajas que le
supondría disponer de los recursos suministrados por el Estado nacional que,
por ahora, están en manos de Cristina; caso contrario, sería incomprensible su
voluntad de soportar el maltrato constante de los kirchneristas. Aunque sus
asesores y amigos le han advertido que le sería arriesgado permitir que los
votantes lo tomaran por un felpudo sin las agallas necesarias para gobernar el
país amenazado por el caos que desataría el colapso del “modelo” kirchnerista,
Scioli claramente preferiría esperar hasta el último minuto antes de adoptar
una postura menos supina.
Mientras tanto, los opositores confesos, de los que todos,
con la eventual excepción de Macri, se afirman progresistas y cuyos idearios,
desde el punto de vista de los no familiarizados con las recónditas tradiciones
de la UCR, las facciones socialistas y las excrescencias peronistas, son
virtualmente idénticos, están mirando el drama que ya ha ingresado en una fase
agitada sin saber muy bien cómo aprovecharlo. A esta altura, los peronistas
disidentes, socialistas, radicales, gente de la Coalición Cívica y así por el
estilo entenderán que lo lógico sería que cerraran filas, emulando a sus
equivalentes venezolanos que, frente a la apisonadora chavista, se encolumnaron
detrás de una sola persona, Henrique Capriles Radonski, puesto que, divididos,
ninguno podría aspirar a conseguir más que un pedacito de la torta electoral,
pero parecería que lo que Sigmund Freud llamaba el narcisismo de las pequeñas
diferencias, o sea, el egoísmo, además de la noción de que con un poco de
suerte, cualquier dirigente podría erigirse en presidente de la República,
sigue paralizándolos.
También los asustan las dimensiones que están adquiriendo la
crisis política y económica. Si la enfrentan con realismo, los kirchneristas
reaccionarán acusándolos de ser neoliberales desalmados que sueñan con
depauperar todavía más a los ya pobres, pero si optan por hablar como si
creyeran que no es tan grave y que lo único que se necesita para que todo vaya
bien sea algunos cambios a un tiempo indoloros y gradualistas, brindarán la
impresión de ser demasiado débiles como para impedir que la Argentina siga
desmoronándose. No es la primera vez que la clase política nacional se haya
sentido abrumada por la magnitud de la tarea que sus integrantes se ofrecen a
emprender; a menos que los más influyentes se animen a formular un programa de
gobierno que, además de ser realista, sea electoralmente viable, tampoco será la
última.
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