Por Carlos Ares
Faltaba esto. Pero era de esperar. Si el relato del presente
nos divide, nos parte al medio y nos vuelve irreconciliables, la sencilla
discusión sobre los hechos actuales, los cotidianos, los de todos los días, los
que saltan a la vista –Boudou y sus socios; Vandenbroele y los siete millones
de “comisión” que le pagó el gobernador de Misiones, Gildo Insfrán; Gerardo
Martínez, el secretario general de la Uocra que era informante de la dictadura,
sonriendo en la foto con Ella; Schoklender y los “sueños compartidos” con Hebe
de Bonafini; Felisa Miceli; los 51 muertos que mataron la corrupción y sus
cómplices en la estación de Once–, si tanto nos cuesta aceptar que criticar no
es negar, que reclamar no es golpear y que denunciar los negocios privados con
dinero público y la mentira es parte del juego democrático del que participan
los medios, era inevitable llegar a enfrentarnos a morir con la muerte por el
relato de la historia.
Allí, en el único lugar donde podíamos mirarnos a los ojos y
callar, allí donde debíamos llorar en silencio para siempre, hicimos un
asadito, tomamos un vino y nos quedamos a la espera de agarrarnos en la
sobremesa.
Nadie imaginaba
tanto.
Que llegaríamos a saltar todos los límites y a cometer
crimen sobre crimen. A despedazar cuerpos que ni siquiera están para enarbolar
los restos de lo que nos quedaba de ellos como símbolos de victoria. ¿Victoria
sobre qué, sobre quién? ¿O necesitan apoderarse de la militancia de los
desaparecidos, de sus ideales, de sus luchas, porque no tienen nada para contar
de las propias? ¿Qué hacías en la dictadura, Cristina? ¿Qué hacías, Néstor? ¿Y
en el menemismo? ¿Quién consagró a Menem como “el mejor presidente de la
historia”? ¿Qué hacías en el menemismo, Alak? ¿Y Verbitsky? ¿Y los jefes de las
organizaciones? ¿Cuándo van a hacer la autocrítica que prometieron, cuándo van
a aceptar la responsabilidad política de haber mandado a cientos de jóvenes a
morir en lo que llamaron “la contraofensiva”? ¿Quién alertó a los asesinos?
Vencedores vencidos, cantan Los Redondos.
Teníamos, tenemos todos, de los desaparecidos, como
sociedad, su recuerdo, sus fotos, sus sonrisas, sus ideales, todo lo bueno que
de ellos nos quedaba, nos queda.
Porque aun cuando podríamos seguir escribiendo libros,
ensayos, investigaciones, discutiendo sus ideas y depreciando a sus jefes, así
como también continuamos todavía el debate sobre los que murieron en el exilio,
en el olvido, en la ignorancia, de odio o de extrema pasión, ellos –los
secuestrados, encapuchados, tabicados, violados, torturados, los “trasladados”,
los arrojados vivos al mar– eran, son, como aquellos otros, como todos nuestros
muertos, parte de nosotros.
Eso es lo que nos está costando reconocer y aceptar: que
todos somos los otros de nosotros.
Pero ahí están, pueden verlos, soberbios ahora, siguen ahí
quienes creen que el poder que ostentan y construyen el presente tienen además
la autoridad para recrear el pasado a su imagen y semejanza. Debe ser
seguramente el efecto que causa la sobredosis de palabras pagadas a mercenarios
que ejercen de periodistas, de aplausos, de himnos escritos a la propia gloria.
Un delirio tremendo en el que se suspende el tiempo, se niega la muerte, la
responsabilidad política, y todos se ven a sí mismos iluminados y eternos.
Hacer silencio en lo que fue el centro clandestino de
detención más grande, más feroz y sanguinario de la dictadura, no quiere decir
callar. Nada denunciaba, acusaba y señalaba más a los criminales que las
marchas en silencio que iniciaron las Madres alrededor de la pirámide de la
Plaza de Mayo en 1978.
Nada, ninguna palabra ni acción violenta fue más eficaz que
las marchas del silencio organizadas en Catamarca para exigir que se
esclareciera el crimen de María Soledad Morales en los años 90. Cayeron los
asesinos y también el gobierno de los Saadi, que los encubría.
A la sede de lo que fue la Escuela de Mecánica de la Armada,
como a Auschwitz, como a todos los lugares donde cada uno tiene sus muertos, se
va a sentir y a recordar. No hay otra razón ni uso que se justifique.
La vida se celebra afuera, en la solidaridad y en los
cuerpos de los que están y en memoria de los que no.
Es inútil que intenten ir por toda la historia.
Somos parte, no todo. Somos los otros de los otros.
Respeten, al menos, el silencio de los que deciden mirar y callar.
O los verán venir; a los muertos y a los vivos que están
hartos ya de tanto padecer, de tanto abuso, de tanto dolor, a todas las
víctimas de todo, a sus familiares, los verán venir con su silencio en marcha.
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