Por Ignacio Fidanza |
Curiosa inversión de deseos y realidad. Los revolucionarios
sin gente -o con poca gente- y las mayorías movilizadas sin líderes visibles y
con una agenda que interpela y contradice a la pretendida vanguardia.
Convirtió así su merecido liderazgo de un movimiento de
mayorías pragmático y popular como el peronismo, en la conducción de un
marginal nucleamiento pretendidamente de izquierdas, que para mayor confusión
se cree estar protagonizando una revolución, medio a la bartola, pero
revolución al fin. Se aisló así la presidenta, acaso el peor pecado que puede
cometer un líder.
Todavía está a tiempo de corregir, pero las oportunidades
perdidas no son gratis. En el camino de su largo viaje a la noche
revolucionaria los kirchneristas acaso hayan sacrificado su más profundo
programa político: una reforma constitucional que habilitara la continuidad de
Cristina en el poder.
Se manejaron con torpeza, agredieron en lugar de seducir y
ofendieron a la sociedad planteando una agenda que apuntaba a su ombligo en vez
de centrarse en las angustias de aquellos a los que necesitaban sumar.
El desenlace era obvio, el peronismo dio dos silenciosos
pasos hacia atrás y los dejó hacer. Después de todo, la realidad tiene la mala
costumbre de corregir con especial precisión a aquellos que la ignoran.
El momento de cambiar
Los chinos suelen mencionar como una de las supremas
virtudes el don de la ubicuidad, esa especial sensibilidad para entender el
signo del momento, lo que se puede hacer y lo que se debe evitar en determinada
época y lugar. Es decir, olfato político. Algo que faltó, y en grande, en el
gobierno. Faltó antes, pero sobre todo después, del primer cacerolazo. Hubiera
sido tan sencillo corregir, tirar algo de lastre. Pero no, se optó por
profundizar el ensimismamiento.
Es extraño, pero no imposible, que algo así suceda en
profesionales muy competitivos de la política como es Cristina. El poder aísla
y el poder concentrado aísla aún más. No es un secreto que un coro permanente
de obsecuentes, finalmente logra penetrar hasta el corazoncito de los más
templados. Después de todo, ¿a quién no le gustan los halagos? Pero estando en
el poder, el riesgo y las consecuencias de dejarse arrumar por ese murmullo de
auto complacencia, es demasiado alto.
Llegó entonces la hora de cambiar. De ponerse a trabajar en
serio. De llamar a las cosas por su nombre: inflación, déficit, ausencia de
inversiones, reapertura del problema de la deuda, inseguridad, corrupción,
Oyarbide, colapso del transporte, obra pública semi paralizada, corralito del
dólar, conflicto desbordado y contraproducente con el periodismo no
oficialista.
Son problemas serios que requieren de gente seria. Es decir
o Cristina cambia el gabinete o los deja gestionar; o un poco y un poco. Hay
muy buenos funcionarios en este gobierno, que tienen las manos atadas. Aunque
acaso sea tarde incluso para ellos. Llevan tanto tiempo asustados, resignados,
más pendientes del humor de la presidenta que de sus saberes y convicciones,
tanto tiempo sin atreverse a mantener con su líder una honesta discusión política,
que acaso ya no sirvan para encarnar el cambio que requiere la hora.
El tiempo de los obsecuentes parece haber terminado. Es
decir, por supuesto que la presidenta puede optar por evitar todo cambio,
apelando al siempre listo argumento de que bajo presión no se hacen los
cambios. Y como la Argentina
vive bajo presión, estos nunca llegan.
Pero tome la decisión que tome, lo que es evidente es que su
equipo y su estilo de conducción están siendo disfuncionales para abordar la
agenda de hoy. Porque se trata de eso, del infinito presente, que se impone
desconsiderado, entre el recuerdo de la época de gloria del kirchnerismo y los
sueños de ese mañana de redención que los encontrara en el Olimpo de los
revolucionarios, junto al Che y Evita. Se trata de lo que irrumpió con la
fuerza de lo largamente ignorado, en una noche de jueves.
© LPO
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