martes, 19 de junio de 2012

La muerte de Belgrano, en medio de un país en llamas


Manuel Belgrano
Por Roberto Aguirre Blanco
A las siete de la mañana del 20 de junio de 1829 murió tras sufrir un cáncer de hígado el abogado Manuel Belgrano a quien la vida revolucionaria lo transformó en General del Ejército y la política lo elevó al rango de luchador de la libertad con ideales muy concretos. La muerte de Belgrano no ocurrió en un día común y corriente. Ese 20 de junio Buenos Aires vivió una de las jornadas más oscuras de la historia argentina con la sombra de la anarquía sobre su cielo y el rumor de una guerra civil inminente.

Fue le día de los tres gobernadores, una crisis solo semejante a los días aciagos de 2001 y la semana de los cinco presidentes, con vacío de poder y lucha entre los sectores más enfrentados de la vida política nacional.

El interior, olvidado y postergado, identificado en los caudillos como el supremo entrerriano Francisco Ramírez y el santafesino Estanislao López habían puesto ese año de rodillas a la orgullosa sociedad porteña que con su política proteccionista y centralista abandonaba a su suerte al resto del país. Una historia de 188 años.

Tras la batalla de Cepeda y las consecuencias directas del Tratado de Pilar, la historia iniciada el 25 de mayo de 1810 y con el Congreso de Tucumán se cerraba definitivamente dando lugar a una nueva etapa de la historia nacional.

Mientras Belgrano moría, pobre, sin dinero para pagarle a su médico personal, por las deudas que el Estado tenía con sus sueldos atrasados como militar, en Buenos Aires renunciaba el gobernador Manuel Sarratea, un hombre defendido por los caudillos y era elegido por la Junta de Representantes Idelfonso Ramos Mejía quien por la presión, duró horas en el cargo y le entregó el mismo al Cabildo que se convirtió en “Cabildo Gobernante”.

La noche del 20 de junio se había cerrado y nadie se enteró de la muerte del vencedor de las batallas de Tucumán (1812) y Salta (1813), del impulsor del Éxodo Jujeños para escapar de los realistas y del severo y justo líder del diezmado Ejército del Norte.

Tampoco el pueblo que había sido testigo de la impronta libertaria y filosa en el discursos de Belgrano en los días de mayo de 1810 y del creador de la Enseña Patria, se enteró que falleció en la casa de su padre, a los 50 años y que fue velado y enterrado en la Iglesia de Santo Domingo con apenas diez amigos y pocos familiares cerca.

Para su lápida se uso el mármol de uno de los muebles de su casa y sin dinero para el féretro, el ataúd de pino fue donado por un amigo que quiso mantenerse en el anonimato.

Nadie se percató de su desaparición hasta un año después, cuando el nuevo gobierno de Martín Rodríguez, un hombre del riñón de Juan Manuel de Rosas puso cierto orden a la conflictiva provincia de Buenos Aires, decidió rendir un homenaje póstumo al hombre de derecho que nació en 1770 y estudió en la exclusiva Universidad de Salamanca.

Allí llevaron su féretro hasta la catedral Metropolitana, se escucharon desde el fuerte salvas de cañonazos en su memoria y se rezó un responso. Entre los organizadores estaba Bernardino Rivadavia, un típico político argentino que sobrevivía a las crisis y cambios de gobierno mutándose.

Nunca recibió la deuda de miles de pesos que el Estado le debía y él legó para la construcción de escuelas. Recién fue reconocido a fines del siglo XIX cuando su nombre dejó de ser “mala palabra” tras la historia épica escrita por Bartolomé Mitre que lo dejó en el bronce.

Sin embargo, él fue de carne y hueso, apasionado, sutil e idealista, amante de mujeres y de una férrea decisión revolucionaria. Fue un hombre íntegro que desde 1938 es homenajeado oficialmente cuando se dictaminó (por el gobierno de Roberto Ortiz), el día de su muerte como el Día de la Bandera.


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