Por Xavier Velasco
Un tantito. Un cachito. Un poquito. Un piquito. Una cosita.
Un pedacito. Una mirruñita. Lo decimos con gran
sonrisa promocional, como el niño que pone cara de ángel para que no le busquen
la cerbatana. No es que nos refiramos a algo en verdad minúsculo, sino justo al
contrario: lo tememos tan grande que intentamos hacerlo
pasar por pequeño. Eso sí, con buenos modos. Esta afable manía
nacional de apachurrar las cosas con diminutivos es una expresión cándida de
cordialidad, al menos en teoría, y eso tiene su precio.