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Por Pablo Mendelevich |
Es extraño que justo el viernes pasado, mientras se perforaba el techo de la banda cambiaria, para irrigar su discurso ante empresarios cordobeses en el marco de una gira proselitista a Milei se le haya ocurrido rememorar la caída de Fernando de la Rúa. Quiso advertir que él es distinto.
“Una nota de color…”, anunció risueño para intercalar un comentario que sacaría de la nada (Milei evidentemente desconoce el significado de esa expresión que cada tanto manotea de la jerga periodística). “Cuando empezaron a torpedearle el barco a De la Rúa -dijo- fue porque quiso hacer la reforma laboral; no sea cosa que los que están torpedeando de atrás sean los mismos; no van a poder parar el cambio”.
Lo normal en la Argentina es que cuando un gobierno entra en crisis sean los opositores más crueles, los más impiadosos quienes se ocupen de menear el 2001, esfinge satánica de la institucionalidad resquebrajada. Milei casualmente estaba pasando el viernes el peor momento de su gobierno -un declive que sería interrumpido en forma providencial el lunes por la mañana por el salvavidas de Trump- y quiso mostrarse robusto en contraste con el presidente que hace un cuarto de siglo terminó su gobierno en forma precipitada de la peor manera. Sin embargo, al revés del depuesto Frondizi, a quien el imaginario colectivo revalorizó arropándolo con el manto tardío de “un estadista al que no lo dejaron”, De la Rúa no tiene demasiados reivindicadores. ¿Por qué Milei lo trajo a colación? ¿Por qué se comparó? ¿Un acto fallido? ¿Evacuación de angustias?
Quizás el 2001 estaba siendo demasiado mencionado en las negociaciones reservadas de esas horas en torno del salvataje norteamericano. A Milei pudo haberle quedado rebotando en la cabeza. Algunas veces, pocas, algo que les sucede también a las personas que viajan en colectivo, los líderes airean oraciones sepultadas en el fondo de sus psiquis. Roberto Dromi, quien fuera el cerebro jurídico de las privatizaciones menemistas, anunció en un acto pomposo en la Casa Rosada a comienzos de los noventa: “nada de lo que deba ser estatal permanecerá en manos del Estado”. Hay una de Menem que viene aún más a cuento: “El pueblo que no recuerda su historia, repite su historia. Como nos olvidamos de los hechos de 1955, repetimos la historia tumbando el gobierno del Dr. Alfonsín... eh, Frondizi... Bueno, ambos son radicales”.
El 2001 dejó de asociarse mentalmente casi en forma automática a la expresión Odisea del espacio, por la película de Stanley Kubrick, para consagrarse de manera excluyente a denominar sin palabras adicionales la implosión del país. El problema que tiene recordarlo es que de ese hito sombrío -más que de otros- cada uno recuerda lo que quiere. Pese a su extraordinaria fama no existe demasiado consenso acerca de por qué pasó lo que pasó. Una versión reduccionista bastante expandida le atribuye el monopolio de la culpa a la impericia personal de De la Rúa, el De la Rúa del extravío caricaturizado por Marcelo Tinelli. Se lo asocia también con una supuesta deserción. El ícono del helicóptero representa unas veces desastre y fuga; otras, conspiración desestabilizadora, acción destituyente, derrocamiento orquestado.
Milei fue por esta segunda interpretación. Nada original: hasta Cristina Kirchner reconoció en 2012 la marca de agua peronista en la desestabilización del gobierno de la Alianza un día que se puso a hablar por cadena de “la verdad de los saqueos”. La novedad consistió ahora en responsabilizar de todo a la reforma laboral que había encarado De la Rúa, eso sí, sin llamarla “ley Banelco” como se le decía en la época. Se ve que Milei no quería ahondar en el asunto. Ahondar lo hubiera llevado al escándalo de las coimas en el Senado y a la coetánea renuncia vicepresidencial, dos temas inoportunos. El de la corrupción política porque el presidente Milei, cuyo derecho a veto el Congreso convirtió en los últimos dos meses en una batería agotada, se autoimpuso un cepo a los insultos de quienes le torcieron el brazo. Y el de los vices que se van de un portazo, porque cualquier incitación al contraste o la asociación de Chacho Alvarez con Victoria Villarruel habría estado repleta de sinsentidos.
Ningún recuerdo hubo, por lo demás, para la “ley Mucci”, primera reforma laboral fallida de la democracia, una herida profunda para el gobierno recién instalado de Alfonsín que marcó para siempre su vínculo con el sindicalismo peronista. “Cuando empezaron a torpedearle el barco fue porque quiso hacer la reforma laboral”. ¿Acaso no se adapta también a Alfonsín el razonamiento que Milei le consagró el viernes a De la Rúa? Pero Alfonsín fue –según palabras del entonces candidato libertario- un inmundo representante del comunismo, un estafador, un asesino y quién sabe qué más, para qué victimizarlo.
Milei es un economista de fraseología categórica, altisonante, extrema, desde ya que no un historiador. Se le suelen perdonar los excesos verbales referidos al pasado quizás porque los del presente chupan demasiada energía, pero también porque la sociedad se terminó acostumbrando a que la historia se adapte al gusto de cada gobierno y funcione como mero accesorio propagandístico. En el caso de Milei las opiniones son aún más lábiles, sujetas como están a su baja tolerancia a las críticas.
Varios historiadores creen que en la implosión de 2001 la convertibilidad heredada funcionó como una bomba de tiempo. Milei ha dicho que se trató del programa más exitoso de la economía argentina. Era también muy elogioso de su padre, no el padre de Milei sino el de la convertibilidad: Domingo Cavallo. Hasta que en febrero último a Cavallo se le ocurrió escribir en su blog que la apreciación del peso, del 20 por ciento, era similar a los tres años finales de la convertibilidad, que eso produjo deflación, recesión, una verdadera depresión económica, y que lo recomendable era la eliminación temprana de las restricciones cambiarias. Justo lo que ahora se discute.
Cavallo pasó a ser “un impresentable”. Su hija Sonia fue inmediatamente despedida como embajadora ante la OEA.
Se podría pensar que las expresiones del presidente sobre De la Rúa carecen de importancia o que no hay que agarrarse de una frase dicha con la ligereza de una improvisación en un mal día. Pero ningún analista dejó de observar que después de la derrota electoral del gobierno en las elecciones bonaerenses de hace dos semanas y media el aire en la Argentina ya no es el mismo. Uno de los síntomas es que se empezó a hablar abiertamente de gobernabilidad, de inestabilidad, se repitió más seguido la palabra destituyente, se mencionó con mayor frecuencia el juicio político y, sobre todo, se mentó más de lo habitual el 2001.
Por supuesto que todo eso se corresponde con el tremendismo agravado que caracteriza hoy la conversación pública. Hasta hace más o menos una década a quien hablaba sobre la posibilidad de que un gobierno no se sostuviera se lo solía tildar de golpista. La estadística de la nueva democracia justifica las prevenciones: de los ocho presidentes que hubo antes de Milei, tres, que es más del 37 por ciento, no cumplieron el mandato completo (Alfonsín, De la Rúa y Duhalde). En todos los casos el gobierno siguiente fue peronista.
El presente no se parece a 2001 -cuya insignia era “que se vayan todos”- en la mayoría de los aspectos. Ni en la política ni en la economía. Es cierto que el gobierno de De la Rúa, que había ganado en 1999 sin balotaje, con casi uno de cada dos votos, se desmadró después de perder las elecciones celebradas al cabo de 22 meses en el poder. Ahora los tropiezos políticos de Milei tuvieron como hito elecciones celebradas a los 21 meses. Sin embargo, no han sido elecciones nacionales sino bonaerenses, una novedad enredada con la interna peronista. Nunca antes las elecciones en la provincia habían sido desacopladas. Por eso nadie sabe muy bien cómo evaluar el impacto que podrá tener su resultado sobre las elecciones nacionales a celebrarse en cinco domingos.
No, Milei no se parece a De la Rúa y las circunstancias, en general, tampoco. El poder sindical aludido indirectamente en la comparación de Milei no es el mismo. Ni la determinación del presidente actual. Pero acaso la diferencia más importante se refiera a la flexibilidad y ductilidad para reformular alianzas y hacer acuerdos. Y eso está por verse.
© La Nación
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