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Por Guillermo Piro |
Leyendo la Historia de mi vida de Charles Chaplin encuentro un pasaje encantador. Chaplin, en la cima de su carrera, sale con una chica y como se espera de un caballero la lleva a un restaurante neoyorquino de categoría. Pero en lo mejor de la cena el espectáculo en vivo se ve interrumpido por un certamen inusual: el presentador invita a los presentes a acercarse al escenario y dar rienda suelta a sus dotes actorales imitando a Chaplin, algo que, naturalmente, Charles se niega a hacer, sencillamente porque él es Chaplin y su participación en el certamen dejaría a todos indefectiblemente fuera de juego. Pero su invitada insiste en que participe, Chaplin cede, sube al escenario, realiza una rutina. El hecho de que no estuviera maquillado lo hace irreconocible y, a pesar de su performance perfecta, obtiene el tercer puesto. Ni siquiera el segundo: el tercero. Alguien imitaba al propio Chaplin mejor de lo que él mismo era capaz de hacerlo.
Hay un pasaje de la Autobiografìa de Miles Davis donde ocurre algo similar. Volviendo de una ronda de conciertos que dio durante la noche junto a Charly Parker, drogados y trasnochados, vuelven a sus casas, caminando al amanecer por las calles de alguna ciudad. En un esquina, alguien pide dinero tocando el saxo alto, y lo que está tocando es precisamente una pieza de Charly Parker. Entonces ambos se detienen a escuchar, y de pronto Charly Parker acerca la boca al oído de Miles y le dice: “Este tipo toca mi tema mejor que yo”, una afirmación que remite de inmediato al “Esto lo estoy tocando mañana” de El perseguidor de Cortázar, solo que no hay confirmación alguna de que Charly Parker haya confundido los tiempos de manera semejante, y en cambio, si creemos en Miles Davis, Parker efectivamente veía como posible que alguien tocara un tema suyo mejor que él, algo tan falaz como confundir el presente y el futuro, o como estar viviendo el mañana en el hoy.
El imitador de Chaplin, el imitador de Parker. Sigo creyendo que Guillermo Cabrera Infante, en el ámbito que más nos atrae, que no es ni la actuación ni la ejecución musical, es el mejor imitador. No me refiero en absoluto a que su obra carezca de originalidad, entendida como estilo imposible de imitar, sino que, cuando se lo propuso, en Tres tristes tigres, por ejemplo, podría imitar a la perfección a los escritores tótems del momento, desde Borges a Lezama Lima, pasando por Alejo Carpentier y Virgilio Piñera. No se trataba tanto de homenajearlos, cosa que tal vez al mismo tiempo hacía, sino de demostrar de lo que era capaz, y de dejar en claro que aquello que tenemos en las manos es puro estilo propio, Caín en estado puro, aunque si él se lo propusiera expresamente, podría escribir páginas enteras, libros enteros en el estilo de cualquiera de los más grandes. Y eso lo hacía no grande sino grandioso, es decir majestuoso, el mejor escritor latinoamericano, cosa que efectivamente es y en lo que probablemente solo desacuerden los que aún no lo han leído. Más grande que Borges, claro, e incluso mejor traductor, y sobre todo mejor prologuista, como da cuenta su versión de Dublineses de Joyce y sus prólogos imaginativos, sorprendentes y desopilantes a Contra natura de Huysmans y a Vudú urbano, de Edgardo Cozarinsky. Y la prueba de su grandiosidad es que no se lo lee, o se lo lee mal, o directamente se lo ignora, como ocurre con los mejores. Un destino al que también está condenado el bueno de Borges, que a fin de cuentas también era un gran imitador, solo que con una vida sexual exigua, por no decir nula.
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