miércoles, 13 de marzo de 2024

Cristina según Milei

 Por Pablo Mendelevich

En las nacientes del Amazonas, tierras que el tío Virgilio describía como jamás alcanzadas por el hombre blanco, había una aldea indígena cuyos pobladores tenían un modo muy peculiar de hacer frente a las crecidas del río. 

Es una pequeña historia que cuenta en Montoneros, la soberbia armada Pablo Giussani, cuyo tío Virgilio, un emprendedor italiano con ocasionales inclinaciones aventureras, se la había narrado a él.

“Cuando el río crecía y amenazaba desbordar su cauce, los indios de la aldea no hacían lo que racionalmente haría cualquiera de nosotros -huir, treparse a los techos o construir defensas físicas contra el desborde. Lo que hacían era correr con grandes palos a los establos y apalear ferozmente a sus animales, con preferencia los cerdos, que reaccionaban al castigo con estremecedores chillidos. Era ésta una suerte de tecnología mágica que apuntaba a espantar con el estruendoso lamento de las bestias el espíritu maligno que se había apoderado del río”.

Giussani evoca la secuencia absurda entre estímulos y respuesta para analizar las relaciones de los Montoneros con Perón. Pero de una u otra forma este modelo decisorio ha aparecido muchas veces en la historia argentina, tan rica en explicaciones enrevesadas como perseverante en la pirueta de tercerizar responsabilidades.

Un desacuerdo duradero se refiere, precisamente, a esa pregunta subyacente, la madre de todas las preguntas: por qué suceden las cosas. La medular cuestión causa-efecto, con frecuencia distorsionada por relatos oficiales ultra marquetineros, ideologizaciones desenfrenadas y el sentido común carcomido por la religiosidad de la política.

¿Por qué en esta parte del mundo, justo aquí, la inflación nunca termina de irse? ¿Por qué crece la pobreza, la inseguridad persevera, la educación empeora, los corruptos importantes no van presos? Y así sucesivamente. Para cada uno de los grandes problemas que arrastra el país sobran las explicaciones maniqueas, que si es por el fervor se espejan de manera sorprendente en sus versiones antagónicas. Acaso los predicadores de recetas fallidas exhiben la misma incapacidad para aprender de la experiencia que tenían los indígenas del Amazonas observados por el tío Virgilio.

Por estos días los kirchneristas/peronistas varean la pregunta maestra que los carcome. Se la puede oír en un cumpleaños un sábado por la noche, en el gimnasio, en una unidad básica: ¿cómo es posible que la mayoría de los argentinos haya votado a un quitador de derechos, este extravagante lunático de ultraderecha que prometió anarcocapitalismo, que quiere aniquilar el Estado y hoy, delante del empeoramiento de la economía, del atraso obsceno de las jubilaciones, con los precios de los remedios y las prepagas por la estratósfera, las subas de la nafta, del colectivo, bajo un clima social tenso como nunca, esa mayoría sostiene al elegido sin dar señal alguna de arrepentimiento? ¿Qué le pasa a la gente?

La respuesta tal vez sea de tipo circular. Ellos mismos, los que siempre echan mano al poder de los viles medios para explicar los comportamientos sociales que les desagradan, son los padres de la criatura.

Harta, frustrada, decepcionada a repetición -esto está bastante dicho-, la sociedad se entregó a quien interpretó el enojo colectivo mejor que nadie y prometió dinamitar lo viejo. Parapetado en su condición de outsider, promocionado como la última oportunidad antes del precipicio, Milei consiguió ser idolatrado, cosa inédita, tras enarbolar la bandera del ajuste duro, una promesa de campaña que viene cumpliendo muy bien. Proclamó la revolución de la motosierra mientras culpaba de todos los males a la casta. La mítica casta, sujeto, al cabo, de contorno adaptable.

El día 82 en su discurso del 1° de marzo ante el Congreso, Milei trazó un diagnóstico despiadado pero verosímil del estado del país. Penurias por las que acusó al grueso de los políticos que tenía enfrente. No fue lo más sorprendente que los asimilara con ignorantes, inútiles, ladrones y corruptos sino la reacción uniforme que provocó en los aludidos: ninguna. Mansedumbre elocuente. ¿Desconcierto? Tal vez sequía de contradiscurso, aunque al silencio opositor no fue registrado por la trasmisión televisiva, enfocada con exclusividad en la algarabía de las minorías legislativas del oficialismo. No es que gritarle barbaridades desde las bancadas opositoras al Presidente en una inauguración de sesiones ordinarias esté bien, lo que sucede es que en ese mismo recinto en 2019 al presidente Macri casi no lo dejaron hablar. ¿Cómo se entiende que Milei los arrolla y ninguno dice ni mu?

El discurso del 1° de marzo, conciso, articulado, quizás fue el artefacto de demolición más consistente, hasta ahora, de Milei, quien respaldó con datos frescos sus posturas radicalizadas y encontró -o habría encontrado- en el “Pacto de Mayo” la forma de compelir a los gobernadores a que convaliden los planteos presidenciales luego del traspié de la ley ómnibus.

Pero de repente el rey de los capitales simbólicos, el genio solitario que con un cóctel de sapiencia económica, carisma, catorce millones y medio de votos y determinación inigualable llegó más lejos que decenas de experimentados políticos, se vio envuelto en una inoportuna comedia de enredos. Hasta podría ser un chiste: ¿cuál es el colmo de un abanderado de la austeridad que talla la frase “no hay plata” en el frontispicio de su gobierno y que declara enemigo número uno a la casta? Aumentarse 48 por ciento el sueldo. No sólo el suyo, también el de la casta.

Sí, probablemente fue un traspié. Nadie cree seriamente que Milei firmó el decreto por el que iba a ganar seis millones de pesos en vez de cuatro para enriquecerse. No vale la pena acá volver a desmenuzar las dos secuencias legales -la del Ejecutivo y la del Legislativo- con las respectivas cancelaciones de los aumentos salariales auto-otorgados. Podría suponerse que los aumentos no tuvieron un mismo motivo. Los de las cámaras legislativas caen bajo la sospecha de que el gobierno no quería ponerse de punta a los diputados y senadores por motivos salariales, con insultarlos consideraría que era suficiente. Los del Ejecutivo, en cambio, habrían sido promovidos por la Jefatura de Gabinete ante la dificultad de conseguir funcionarios con niveles salariales atrasados respecto del sector privado. Es inexplicable que no se hubiera pensado en el impacto público de esta decisión.

Una hipótesis asegura que debido al mecanismo de firma digital que implantó Macri, el Presidente en persona no se habría detenido en el detalle del decreto controversial. Acá lo grave no sería sólo que el Presidente no hubiera sabido lo que firmaba, sino que quien lo amonestó por eso, y no exenta de razón, fue nada menos que Cristina Kirchner (“quiero pensar que usted lee lo que firma, ¿no?”), para gran parte de la sociedad la política más corrupta de la Argentina. No habrá sido un momento grato para el electorado libertario.

Fue el Presidente quien la metió en ring con una explicación causa-efecto casi tan rebuscada como la registrada por el tío Virgilio. Dijo que ella había firmado en 2010 un decreto que ahora disparó el aumento automático de los sueldos del Ejecutivo. Con ese criterio, infinidad de medidas gubernamentales contemporáneas podrían ser achacadas siempre a los antecesores.

Se desconoce por qué Milei evitó hasta ahora confrontar con la expresidenta, nunca la trató de corrupta y de repente decidió mojarle la oreja. ¿Sólo para tirar la pelota afuera? Milei fue devolviendo los tuits con despareja puntería. Sólo anotó un gol cuando le escribió: “Ya que la vi tan preocupada por las jubilaciones ¿qué le parece si le anulo los $ 14.000.000 que cobra usted de jubilación de privilegio y le asigno una jubilación mínima? Estimo que no va a quejarse”. Cristina Kirchner calló frente a esa pregunta, en verdad una chicana porque el Presidente no puede anular una inmoralidad mientras sea legal, como esta.

Lo destacable desde el punto de vista político es que Milei sigue siendo cauteloso con la condenada a seis años de prisión por administración fraudulenta del Estado mientras desparrama insultos entre legisladores no sólo opositores, también aliados.

En cuanto a la cuestión causa-efecto, Omar Yasin tal vez se convierta en un nuevo tío Virgilio. Era el secretario de Trabajo, cargo sin relación directa con el salario presidencial ni con la firma de decretos, hasta el lunes, cuando Milei lo echó.

© La Nación

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