lunes, 23 de marzo de 2020

Alberto Fernández sitiado por un virus

Por James Neilson
Por fortuna, no se trata de una reedición de la terrorífica peste negra medieval o de una plaga como la descrita de manera tan memorable por Tucídides que en el año 406 a.C. mató casi el tercio de la población de Atenas. Tampoco es tan ferozmente letal el coronavirus como el Ébola o, antes de que por fin se desarrollaran tratamientos eficaces, fue el sida. ¿Puede justificarse pues, el pánico provocado en buena parte del mundo por la irrupción de un patógeno que puede acortar la vida de los ya ancianos y enfermos pero que, de acuerdo con las estadísticas que son de dominio público, suele ser benigno para los demás?

No es ningún consuelo, pero conviene recordar que en el epicentro actual de la pandemia, Italia, la edad promedio de las víctimas mortales es de más de ochenta años, mientras que antes de su llegada la expectativa de vida era de 82,54.

Aunque la mayoría está convencida de que sí vale la pena paralizar países enteros a fin de ralentizar la difusión del virus, cerrando a cal y canto las fronteras, poniendo en cuarentena a todos los sospechosos de portarlo, por asintomáticos que juren estar, cancelando torneos deportivos y cesando muchas actividad económicas hasta que el panorama se haya aclarado, a lo sumo tales medidas darán a las autoridades más tiempo en que preparar a los servicios médicos para un eventual aumento del número de pacientes. Es lo que todos los gobiernos están haciendo, pero entraña el riesgo de que los esfuerzos denodados por identificar a los infectados dejen tan agotados a los profesionales que les sea casi imposible seguir trabajando.

Algunos preocupados por el impacto del miedo que está ocasionando el coronavirus y lo que los distintos gobiernos están haciendo con el propósito de acorralarlo, señalan que, si bien el accidente nuclear de marzo de 2011 de Fukushima en Japón no motivó muertes directas por radiación, puede atribuirse a la evacuación precipitada de la zona circundante el fallecimiento prematuro de por lo menos dos mil personas. No es inconcebible que, a la larga, la reacción de tantos gobiernos que se sienten obligados a tomar medidas tan duras como las de sus vecinos para frenar el virus, tenga consecuencias que sean igualmente desproporcionadas.

Por un rato, el distanciamiento social que todos los epidemiólogos aconsejan porque, aseguran, sin la ayuda de un vector el virus es incapaz de atravesar más de un par de metros, puede asemejarse a un juego, a una gran broma compartida, pero después de algunas semanas muchos lo encontrarán insoportable. Es de prever que a causa de tales medidas, por sensatas que sean, en adelante las sociedades así disciplinadas se hagan más tensas, más proclives a dividirse en grupos mutuamente hostiles, de lo que ya son. El proceso de aislamiento social, voluntario o no, que está en marcha en todos los países del mundo no podrá sino tener un impacto político muy fuerte, lo que, en el contexto económico nada prometedor que se aproxima, planteará muchos riesgos.

Mal que nos pese, todos dependemos de un modo u otro del estado de la economía tanto local como internacional. Nos hemos acostumbrado a que nos suministre lo suficiente como para mantener cierto nivel de vida. Si bien es factible que el comportamiento reciente de los crónicamente hipersensibles mercados financieros no presagie nada malo, el que sean cada vez más los que temen que el mundo esté en vísperas de una recesión, cuando no de una gran depresión como la de hace noventa años, es de por sí alarmante. En las semanas últimas, la desconfianza se ha propagado a una velocidad aún más vertiginosa que la del virus mismo, lo que ha desatado un proceso autodestructivo del cual al sistema económico globalizado le costaría salir.

Todos los gobiernos están bajo presión. Creen que les es imperativo hacer algo, por preferencia algo draconiano, para mostrar liderazgo. Como se dio cuenta un tanto tardíamente el primer ministro británico Boris Johnson que se había resistido a instaurar una versión civil de la ley marcial como han hecho Emmanuel Macron en Francia y Pedro Sánchez en España, ningún gobierno puede darse el lujo de parecer menos decidido que los de otros países. Caso contrario, será comido vivo por los ya decididos a atacarlo por motivos no relacionados con el coronavirus.

Lo entiende Alberto Fernández que, luego de haber asumido una postura relajada, optó por emular a sus homólogos europeos si bien, hasta ahora, no ha ordenado a efectivos del ejército patrullar las calles, como hacen en diversas ciudades españolas, “para luchar contra el virus”. También lo entienden los dirigentes opositores que, pasando por alto la grieta, han cerrado filas en torno al presidente.

¿Servirán para mucho el cierre de las fronteras, la suspensión de clases y la proliferación de médicos, paramédicos y otros vestidos en trajes apropiados para astronautas o personajes de películas de ciencia ficción? Puede que no; aunque tales innovaciones ayudan a brindar la impresión de que el gobierno está realmente resuelto a proteger a la gente del despiadado enemigo invisible que la está acechando, también contribuyen a intensificar la sensación de que el país, al igual que el resto del mundo, acaba de convertirse en un lugar terriblemente peligroso en que el vecino de al lado es un ser amenazador del que conviene distanciarse, sobre todo si podría haber visitado China o Italia en una oportunidad o haber estado en contacto con quienes lo habrían hecho.

Aunque vivimos en una época signada por la globalización en que abundan los convencidos de que el viejo Estado Nación es una antigualla porque, dicen, hay tantos problemas que transcienden las fronteras y requieren respuestas comunes, el coronavirus ha devuelto las cosas a su lugar anterior. Los gobiernos de todos los países que conforman la Unión Europea dificultan, o directamente prohíben, la entrada de extranjeros que hasta ayer no más trataban como compatriotas. El tan celebrado “Espacio Schengen” en que no regían los controles fronterizos de tiempos menos fraternales ha estado entre las primeras víctimas del virus. Sin proponérselo, Europa se ha sometido a un baño de realidad: la mayoría de sus habitantes confía mucho más en su propio gobierno nacional que en Bruselas para protegerla contra una amenaza que a su modo encarna la globalización.

Los gobiernos de los países más ricos saben que disponen de recursos limitados. Además de las deficiencias de todos los sistemas médicos, incluyendo a los considerados mejores, frente a una epidemia de grandes proporciones, tienen que procurar impedir que la economía entre en coma. Sin embargo, con las tasas de interés cercanas a cero en Estados Unidos, Europa y el Japón, no hay mucho que pueden hacer para reanimar economías alicaídas o asegurar, subsidios mediante, que los hospitales sean capaces de tratar a todos los enfermos – algunos graves, otros no tanto -, que pronto podrían buscar tratamiento inmediato. En Estados Unidos, la Reserva Federal se afirmó decidida a inyectar 700 mil millones de dólares – casi el doble del producto bruto anual argentino - al sistema dar un poco de oxígeno a empresas que corren el riesgo de asfixiarse; la bolsa de Wall Street, acompañada por las demás, contestaron enseguida con una caída fenomenal de casi el 13 por ciento.

Huelga decir que la situación en que se encuentra la Argentina es llamativamente peor que la de Estados Unidos y los países europeos. De agravarse todavía más la condición de la maltrecha economía nacional, los costos humanos que acarrearía el deterioro adicional serían difícilmente soportables. Es esencial que el gobierno los tome en cuenta; si subordina absolutamente todo a la guerra contra el virus, no tardará en encontrarse frente a una crisis socioeconómica decididamente mayor que la de hace apenas un par de semanas.

Lo mismo puede decirse del mundo en su conjunto. De producirse una depresión económica, muchos países se verán transformados en caldo de cultivo para movimientos extremistas truculentos. Es lo que sucedió después de que el derrumbe económico de fines de los años veinte del siglo pasado borrara por un tiempo bastante largo la ilusión de que el progreso material era virtualmente inevitable y que, con un poco de esfuerzo y suerte, todos resultarían beneficiados.

Para hacer aún más sombrías las perspectivas, la crisis desatada por la pandemia ha golpeado al occidente en un momento en que la fe ciudadana en las instituciones democráticas, y en la idoneidad de los políticos en su conjunto, se debilitaba con rapidez debido a su incapacidad patente para atenuar los problemas planteados por la creciente brecha

En Estados Unidos, la frustración así engendrada hizo posible la elección de Donald Trump; en Europa, está fomentando el auge de partidos nacionalistas, respaldados por quienes se sienten abandonados a su surte, cuando no traicionados, por las elites gobernantes de mentalidad cosmopolita. ¿Será en parte por la voluntad de probar que son capaces de actuar con la máxima firmeza que tantos gobiernos están haciendo gala de un grado sorprendente de autoritarismo que, sus adversarios sospechan, continuará caracterizándolos cuando el virus haya dejado de constituir una amenaza mortal? Es probable; aunque es evidente que la situación exige medidas contundentes, también lo es que muchos gobiernos están más que dispuestos a ordenarlas.

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