jueves, 12 de julio de 2018

El futuro sombrío del fútbol sudamericano

Messi, Suárez y Neymar son los mejores futbolistas del mundo pero no pudieron
evitar la temprana eliminación de sus selecciones en el Mundial de Rusia.
Por Juca Kfouri (*)

No es la primera vez que las cuatro mejores selecciones del Mundial son europeas. En cinco Copas del Mundo, las semifinales y la final han sido un monopolio de Europa. Sucedió en 1934, 1966, 1982 y 2006. Quizás no es casualidad que las sedes de esas ediciones hayan sido en el Viejo Continente: Italia, Inglaterra, España y Alemania. 

Pero entonces se recuerda que, organizados fuera de Europa, en Sudáfrica y en Brasil, los campeones de los últimos dos Mundiales han sido también europeos. Y, el domingo en Rusia, por cuarta vez consecutiva, una escuadra europea —Francia o Croacia— levantará de nuevo la Copa del Mundo.

El fútbol globalizado le ha quitado relevancia a los países en la periferia de Europa, aunque sean del primer mundo futbolístico: Brasil, Argentina y Uruguay no solo son parte del reducido club de campeones mundiales, son también escuelas que producen talentos extraordinarios. Sin embargo, en este siglo, los tres países pasaron de ser protagonistas del fútbol a meros exportadores de pie de obra.

Solo entre estos tres países —que están entre los diez mayores exportadores de futbolistas del mundo—, exportan 2 243 jugadores al extranjero, la mayoría de ellos a Europa. Y no hay señales de que ese nuevo papel como vendedores de talento terminará pronto. Igual que cuando eran colonias europeas, este trío sudamericano de campeones mundiales reducen su papel en el tablero del fútbol actual al de proveedores de materias primas.

Además de la fuerza inexorable del euro y de las monedas de Asia, hay otro factor que ahonda la crisis del fútbol sudamericano: la mala gestión y la corrupción de sus federaciones. En los últimos años, se han revelado casos de corrupción entre los más altos funcionarios de la Confederación Brasileña de Fútbol (CBF), la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) y la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF).

El caso de Brasil es paradigmático. Es quizás uno de los países más diversos del mundo y en buena medida gracias al mestizaje de su población —mezcla de indígenas, negros, europeos, árabes y asiáticos— ha tenido una enorme facilidad para producir futbolistas brillantes, pero le ha resultado imposible mantenerlos en la liga local; los jóvenes talentos emigran demasiado pronto a Europa y otros países del mundo.

Brasil, una de las diez mayores economías del mundo, tiene un mercado publicitario más grande que el de España e Italia y cuenta con estadios modernos y de gran capacidad. Pero también tiene dirigentes deportivos con ideas anacrónicas, renuentes a los cambios y escandalosamente corruptos. A finales del año pasado, José Maria Marin, expresidente de la CBF, fue declarado culpable de lavado de dinero en Estados Unidos y en abril de este año la FIFA suspendió de por vida al que era el presidente vigente, Marco Polo del Nero, por haber recibido sobornos. João Havelange, el presidente brasileño de la FIFA por casi dos décadas, tuvo que dimitir a su cargo de presidente honorario después de denuncias de corrupción y su yerno, Ricardo Teixeira, quien presidió la CBF entre 1989 y 2012, es investigado por el gobierno brasileño por evasión fiscal, fraude, falsificación y lavado de dinero.

Brasil es un país con 207 millones de habitantes y sus clubes más populares tienen más seguidores que la población de muchos países europeos. Flamengo y Corinthians sumados, según estiman algunas encuestas, tienen alrededor de 60 millones de aficionados, más que los 47 millones de habitantes de España. Sin embargo, ninguno de estos clubes compiten con el Real Madrid, el Barcelona o el Valencia. Sus dirigentes han guardado silencio ante los escándalos de la CBF, a cuyos presidentes eligen y jamás critican.

No es un panorama distinto al del fútbol argentino, donde por tres décadas dominó la figura de Julio Grondona, el presidente de la AFA de 1979 hasta su muerte en 2014, o del fútbol uruguayo, cuyos federativos también han sido investigados o encarcelados, como Eugenio Figueredo, expresidente de la AUF.

El resultado de esta degradación ética y de la acumulación de gestiones desventuradas es la irrelevancia cada vez mayor de los clubes de estos países, incapaces de competir con sus pares europeos o asiáticos. Esa pobreza de las ligas locales se refleja en las selecciones que, gradualmente, están cada vez más distanciadas de los aficionados. Una de las razones por las que los hinchas argentinos, uruguayos y brasileños han perdido vínculos emocionales con sus selecciones es porque sus jugadores ya no son formados en el Boca Juniors o el River Plate, el Peñarol o el Nacional, el Flamengo o el Corinthians, o el Santos o el Grêmio, sino en el Real Madrid, el Barcelona, el Bayern Múnich, la Juventus, el Chelsea, el Manchester City o el United.

Unos años antes de fallecer, el pensador británico Eric Hobsbawm dijo en entrevista: “El fútbol sintetiza muy bien la dialéctica entre identidad nacional, globalización y xenofobia de nuestros días. Los clubes se convirtieron en entidades transnacionales, empresas globales. Pero, paradójicamente, el fútbol sigue ocasionando fidelidad de los aficionados locales a los equipos. Quizás lo que hace de los campeonatos mundiales un fenómeno tan interesante es que podemos ver a países en competencia. El fútbol alberga en su interior el conflicto esencial de la globalización. Los clubes quieren ser dueños a tiempo completo de los futbolistas, pero también necesitan que jueguen con sus selecciones para que se legitimen como héroes nacionales. Mientras tanto, los clubes de países de África o de América Latina se están transformando en centros de reclutamiento y por lo mismo empiezan a perder el atractivo para la afición local, como sucede con los equipos de Brasil y Argentina”.

Además de esta paradoja que encarna el fútbol, en este Mundial se conjugaron pequeños o grandes azares que dejaron a dos escuadras sudamericanas fuera de Rusia, como el que futbolistas decisivos como James Rodríguez o Edinson Cavani no pudieran jugar con Colombia y Uruguay en las rondas de eliminación directa.

Es triste constatar que de manera inevitable el fútbol latinoamericano se encamina a profundizar la diferencia con el europeo. El fútbol parece dirigirse a lo que ocurre con el baloncesto: la liga de Estados Unidos, la NBA, domina de manera abrumadora a un deporte que se juega en todo el mundo. A menos que se emprenda un giro radical en la gestión de las federaciones de la Conmebol o suceda un milagro, se anuncia una tendencia irreversible: las selecciones de Sudamérica serán cada vez menos un rival serio de las escuadras europeas y más un simple proveedor de talentos para los clubes ricos de Europa.

En lo que va de este siglo, los argentinos, brasileños y uruguayos han preferido exportar a los artistas en vez de exportar el espectáculo, como si Disney vendiera al Pato Donald en lugar de producir películas. Los tres campeones del mundo, el anterior poderoso trío sudamericano, son “harinas del mismo costal”, como dice un dicho brasileño. El futuro del fútbol en América Latina es sombrío en todos su rincones, incluso en los que parecían más luminosos.

(*) Juca Kfouri es escritor y periodista deportivo. Su libro más reciente es el de memorias “Confesso que perdi”. Este ensayo fue traducido del portugués por Elianah Jorge.

© The New York Times

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