lunes, 23 de abril de 2018

Sobre papel

Por Manuel Vicent
A lo largo de la historia fue suficiente una tablilla de barro, una corteza de árbol, un papiro, un pergamino, un papel o una pizarra en el aula para alumbrar las ideas que desde el cerebro humano se deslizaban armoniosamente por el brazo impulsadas por los latidos del corazón. Al llegar a los dedos de la mano, las ideas envueltas en sangre se encontraban con un punzón, con un lápiz de carbón, con una pluma de ave o con una tiza, que las convertía en signos, en números, en palabras escritas, perdurables.

La imprenta fue un gran avance mecánico, pero de este ingenio conocíamos sus entrañas y sabíamos cómo funcionaba. Hasta finales del siglo XX, toda la sabiduría de la humanidad había sido grabada con estos instrumentos rudimentarios, a través de los cuales se asomó al exterior el pensamiento de los filósofos, de los científicos, de todos los creadores.

Pero hoy, las ideas que bajan desde el cerebro a la mano, antes de aparecer en la pantalla, atraviesan una selva digital impenetrable, llena de elfos electrónicos desconocidos, ante los cuales no hay sabio en este mundo que no sienta complejo de inferioridad.

Esas criaturas cuánticas, invisibles, no siempre amigables, imponen una servidumbre de paso, hasta el punto que son ellas las que marcan el camino que debe seguir en adelante el cerebro humano.

El ordenador ya es en sí mismo una forma de pensar, de crear, de imaginar. Y también de leer. Cuando con los ojos cerrados aspiramos las páginas de un libro viejo su aroma nos lleva a la corteza de árbol, al papiro, al pergamino, al punzón, a la pluma, a la linotipia, a una sabiduría pegada a los sentidos; en cambio, las palabras electrónicas son líquidas y emergen de una jungla virtual insondable.

Analógico o digital, un libro será siempre un tesoro, pero no se sabe si la inteligencia robótica artificial un día será también humanismo.

© El País (España)

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