sábado, 30 de diciembre de 2017

La debilidad de los violentos

Por Giselle Rumeau
Hay un argumento pavoroso que viene justificando, con la palabra o la omisión, el accionar de los grupos violentos que la semana pasada destruyeron la Plaza de los Dos Congresos y que amenaza con infectar la escena política. No es el que explica la violencia por las erradas medidas de un gobierno constitucional sino aquel que utiliza de manera peligrosa la dicotomía entre democracia y legitimidad. 

Un gobierno puede ser votado por el pueblo pero ser ilegítimo, dicen los tirapiedras kirchneristas y del Partido Obrero que intentaron impedir que el Parlamento funcione y vote el polémico y cuestionable cambio en la fórmula de la modalidad jubilatoria.

Según esta visión, Macri habría perdido su derecho de ser un gobierno legítimo porque incumplió las promesas electorales y sus medidas apuntan a defender intereses del poder económico, en contra de los derechos del pueblo que lo eligió para que fuera su representante y no su verdugo. En síntesis, importa un pito que haya sido electo para gobernar cuatro años e incluso que su mandato haya sido convalidado hace dos meses en elecciones legislativas, y por eso se debe recurrir a la legitimidad del pueblo en la calle, e incluso, a la violencia. Esperar a las próximas elecciones para que el Gobierno sea evaluado por su gestión resulta inaceptable para ese paradigma.

No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que, al menos en esta etapa, el voto popular les impide al kirchnerismo y al trotskismo llegar al poder por la vía de las instituciones. Basta con un simple repaso de las últimas elecciones de octubre. Junto a sus aliados, Cristina Kirchner sacó a nivel nacional el 20%. Está claro que mantiene un alto caudal de votos en la provincia de Buenos Aires pero ese apoyo no le alcanzaría hoy para volver a la Casa Rosada.

El FIT que integra el Partido Obrero -el mismo que justificó de manera insólita la violencia en un comunicado oficial, al aclarar que el ex candidato a diputado de la fuerza Sebastián Romero, apodado irónicamente hombre mortero, estaba apuntando con bengalas y no con un arma tumbera frente al Congreso, como si las bengalas fueran inocuas- obtuvo poco más de un millón de sufragios. Si bien fue la votación más alta desde la creación del Frente en 2011, está claro que es apenas una minoría como para adjudicarse la representación del pueblo o, en este caso, de los jubilados.

Son muchas las explicaciones que desde la política se pueden hacer sobre el accionar de estos grupos violentos, alentados por diputados de izquierda, de La Cámpora y por el converso Leopoldo Moreau: que el trotskismo es revolucionario, que sólo usa a la democracia para llegar al poder pero la desprecia, que siempre tuvieron una estrategia antisistema que ahora se ha profundizado. O que el kirchnerismo -aliado ahora del PO en la pelea barrabrava- necesita como sea voltear al gobierno de Cambiemos para evitar que la gran mayoría de sus integrantes, en especial su líder Cristina Kirchner, terminen presos. Al tiempo que la jefa trabaja -como dice el analista Enrique Zuleta Puceiro- en la construcción de una nueva fuerza política, orientada hacia un proyecto de coalición similar a las de Lula en Brasil, a la de López Obrador en México, y la de Correa en Ecuador, en una apuesta a la resurrección del populismo.

También podríamos resaltar las contradicciones e inconsistencias de estos violentos y sus mentores. Con un patetismo prodigioso y una hipocresía inconmensurable, el kirchernismo niega lo visible, lo obvio. Y se olvida de que su jefa política perjudicó a los jubilados al vetar en 2010 la ley que establecía el pago del 82% móvil, apenas al día siguiente de ser sancionada, o que su gestión vació a la ANSES.

Mejor no recordar tampoco la máxima que Cristina presidenta solía pregonar para la tribuna cada vez que era cuestionada por la oposición: "Al que no le guste, que arme un partido político y gane las elecciones". Y san se acabó, como le gusta decir a su hijo Máximo.

No es todo. Ni a los dirigentes K ni al trotskismo se les ha ocurrido jamás cuestionar al gobierno de Venezuela. Si se aplicara su lógica, la gestión de Nicolás Maduro -que ya generó 120 muertos en las protestas antigubernamentales, dejó al 80% de lo hogares en la pobreza, según una encuesta de Encovi, y al 35% de los niños pobres en condiciones de desnutrición, según Cáritas de Venezuela- también sería ilegítima. Pero no. Según ellos, Maduro es popular y Macri, de derecha. Cristina es corrupta pero Macri es neoliberal. La ideología del otro, en este caso, la derecha, es para estos grupos un delito. El kirchnerismo afirma que nunca hubo inflación en la era K, y grita a los cuatro vientos que no se puede juzgar un proyecto político por la corrupción, porque la corrupción es inherente al ser humano y, por lo tanto, inevitable. Pero la derecha no, la derecha -si es que Cambiemos lo fuera- es directamente inadmisible.

Así, justifican el accionar violento en la defensa de su ideología, cuando, en realidad, la ideología es un conjunto de ideas fundamentales que caracterizan el pensamiento de una persona o de un movimiento pero que se discute, se analiza, se cuestiona. En estos espacios, en cambio, hay una adhesión total e incondicional al proyecto. Como un dogma. Para muchos una religión fundamentalista, con una exigencia intransigente de sometimiento a la doctrina.

Y es eso lo que genera el caldo de cultivo de la violencia. Si recurriéramos al psicoanálisis -para intentar comprender que les pasa por la cabeza, no para justificarlos- veríamos que tanto el fanatismo, el fundamentalismo, el racismo y todos los dogmatismo en general no son otra cosa que mecanismos defensivos de la personalidad, con un grado patológico de narcisismo que se refleja en la sobrevaloración del propio yo, y del grupo al que se pertenece, y en el desprecio hacia los demás. O en lenguaje corriente, un violento es una persona impotente, que teme a la diferencia, incapaz de llenar los huecos que se abren en su pensamiento, de convivir con la incertidumbre y de tolerar la falta. Un violento sólo muestra su debilidad. Y por eso es difícil de disuadir. Aislar a estos grupos será la misión del Gobierno, y repudiarlos, una responsabilidad de todos.

© El Cronista

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