martes, 2 de agosto de 2016

Réquiem para el lenguaje kirchnerista

Por Pablo Mendelevich
En la conferencia que ofreció hace poco en el living de su casa de Calafate, Cristina Kirchner informó que dispone de cálculos que le permiten saber que la inflación actual llega al 50 por ciento. Una curiosidad por partida doble, dado que la palabra inflación había sido prohibida en el léxico oficial cuando ella gobernaba y que quienes la medían en forma privada eran perseguidos por el Estado. La ex presidenta ahora está alarmada por lo que aumenta el queso en el supermercado que queda en la otra cuadra, así dijo. Incluso señaló en la supuesta dirección del supermercado.

Dada su sensibilidad frente a los pobres, el aumento desmadrado del costo de la vida le produce una tremenda preocupación que necesita compartir con todos. No es que haya perdido la fe como negadora practicante, sólo que a sus aflicciones no las regula la realidad, las regulan, como de costumbre, las necesidades del discurso. En su promocionado homenaje al modelo bolivariano de Hugo Chávez, por ejemplo, omitió mencionar que en Venezuela la inflación está en el orden del 700 por ciento.

El mecanismo de las palabras y los conceptos prohibidos fue una de las aristas grotescas del kirchnerismo que más rápido se esfumaron al asumir el gobierno de Cambiemos. Lo notable no ha sido el levantamiento automático, sencillamente natural, de este otro cepo, el de las palabras, sino la negación de la negación que practican ahora quienes apenas ayer entendían que el lenguaje público merecía ser manipulado de manera impudorosa.

La convivencia cotidiana de los argentinos con palabras como inflación, corrupción, coparticipación, alternancia, inseguridad, y desde luego con las realidades que ellas representan, tal vez hoy expande la sensación de que esas palabras siempre han estado allí. Pues no, no estaban, se encontraban vedadas, por más que ahora retumben con frescura en las bocas de quienes hasta diciembre de 2015 podían ser acusados de blasfemos si llegaban a mencionar con todas las letras cualquier asunto que para "la jefa" fuera tabú.

El aspecto cuantitativo agrega una paradoja a los silencios selectivos. Cristina Kirchner ha sido, de lejos, el presidente argentino que más habló en toda la historia. Con sus discursos encadenados llenó bastante más que el equivalente a dos biblias. Recopilación pendiente, dicho sea de paso, que hasta ahora nadie se pelea por editar.

Mauricio Macri, empresario por herencia, llegó a la política con el título de ingeniero procedente del mundo del fútbol. No trajo el magnetismo pícaro y a veces explosivo de Perón, la cadencia reflexiva de Frondizi ni la destreza para calentar auditorios de Alfonsín con un rezo laico. Tampoco la parquedad de Yrigoyen, pero por contraste con su verborrágica antecesora luce más bien ahorrativo en el rubro y sobre todo reacio a la fraseología ideologizada. Podría decirse que es un líder menos fogoso, que tiene clara conciencia de que su turno vino después de la incontinencia omnisciente de quien habló sin parar durante ocho años.

Además de las palabras prohibidas, entre eslóganes, modismos, eufemismos y cristinismos el relato K armó una lengua propia. Nadie había llegado tan lejos con el habla desde el poder, y eso que hubo experiencias intensas, como la del primer Perón, y descollantes en la mentira, como la del fugaz y dramático triunfalismo de Galtieri. Ahora bien, ¿tiene el nuevo gobierno una terminología distintiva y el afán de emular la dedicación del kirchnerismo a la colonización del idioma de los argentinos? A pesar de los kirchneristas que hablan de que Macri busca imponer un relato propio es difícil inventariar un diccionario inconfundible identificado con Cambiemos. Parece haberse vuelto, más bien, a un ecosistema del discurso público mucho menos dirigista.

Palabras medulares del relato K como proyecto y modelo, que se encuentran en vías de extinción, no tienen sustitutos. En todo caso los más críticos hablan, para cuestionarlo, de un proyecto del macrismo al que califican de entreguista, pero el macrismo por lo general no se reconoce a sí mismo como algo que responde a ese sustantivo tan servicial al encubrimiento de la escasa planificación que tenía el kirchnerismo. En todo caso el PRO, como tantas veces se dijo, apela a un lenguaje extraño al vocabulario tradicional de la política, emparentado con el discurso de la autoayuda, algo que se verifica con nitidez en el estimulador descafeinado "se puede".

Neologismos descalificativos como destituyente y gritos épicos como "vamos por todo", pilares del credo, quedaron fuera de circulación. También se dejó de hablar por completo del "cincuenta y cuatro por ciento", porcentaje icónico que se blandía como una cruz frente a los vampiros al solo efecto de reivindicar el derecho de Cristina Kirchner a ser autocrática.

La revolución semántica que pretendía la ex presidenta cuando forzaba el doble género, el famoso "buenas tardes a todos y todas", no fue recogida (afortunadamente, diría Cervantes) por su sucesor. Pero el Estado conserva hoy intacto en algunos rincones ese remedio para el machismo de la lengua que arruina más de lo que repara. Una publicidad de la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, informa que se vacunará a los niños y a las niñas, verdadera tranquilidad para quienes temían que sólo se vacunasen varones: resabios linguísticos de progresismo engolado. Ciertas voces, como el verbo eufemístico exteriorizar, difundido por el fallido blanqueo kirchnerista, persiste por otros motivos: lo que se reitera es el blanqueo. Aquel se llamaba Exteriorización voluntaria de la tenencia de moneda extranjera en el país y en el exterior. El de ahora fue bautizado como Sistema voluntario y excepcional de declaración de tenencia de moneda nacional y extranjera y demás bienes en el país y en el exterior, pero los funcionarios del gobierno de Cambiemos hablan de exteriorizar, incluso así arengan a quienes, podría decirse, tienden a preservarse interiorizados. No es que exteriorizar no sea un tecnicismo correcto sino que su extravagante conjugación remite al pasado K.

Son sólo ejemplos. La designación fondos buitres, mantiene cierta vigencia, si bien en el debate de la ley que autorizó una renegociación de la deuda pendiente compitió con holdouts. Aquí la novedad es que buitre dejó de ser un insulto de Estado, un calificativo tóxico distribuido por cadena nacional.

El tema es inagotable. Hay cientos de expresiones impregnadas con el sabor de una época que se jactó y se sigue jactando, no sin razón, de su intensidad. Pero las palabras siempre dicen cosas. Incluso cuando se marchitan.

© La Nación

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