domingo, 25 de octubre de 2015

Cuidado, gorilas, con discutir la nueva religión

Por Jorge Fernández Díaz
Un barco camporista naufraga y un avión cristinista se incendia. La actualidad se ensaña con sus metáforas crepusculares. Ninguna tan escalofriante, sin embargo, como esa cacería humana por el monte. Ángel Verón tiene 42 años y 10 hijos, y forma parte de un piquete que corta la ruta nacional 11. Reclaman herramientas y becas para terminar las viviendas sociales que les prometió el gobierno de Jorge Capitanich.

Sin orden judicial, los policías desalojan la vía y persiguen a los manifestantes por la espesura. Ángel había sido operado de un riñón. Lo cercan en un campo y lo muelen a piñas, patadas y culatazos. La herida quirúrgica se reabre y produce una infección interna; llega hasta el hospital con las tripas en la mano, agoniza durante treinta días, muere esta semana. La policía jura que estaba armado con una pistola y que se autoinfligió las heridas. El abogado de la familia Verón tiene seis testigos; denuncia que lo asesinaron a golpes. Ángel Verón expira justo en vísperas del quinto aniversario del homicidio de Mariano Ferreyra. Los cronistas han hecho las cuentas: bajo la gestión de los Kirchner quince personas murieron en cortes y manifestaciones. Kosteki y Santillán multiplicado por siete. Pero nadie pagó políticamente por estas masacres, y los militantes del "progresismo nacional" siguen ufanándose de ser los monarcas de los derechos humanos y los severos fiscales de esos desalmados en ciernes que aparentemente "vienen a criminalizar la protesta". El presidente del CELS, que llamó a votar hoy "con caras largas", acusó a Gendarmería de acribillar con cartuchos de goma y sofocar con agresivos químicos a 13 militantes de izquierda que cortaban la ruta Panamericana, y aseguró que Sergio Berni infiltró entre ellos a un coronel de Inteligencia del Ejército. También señaló que la policía de Scioli "dispara a la cabeza". El kirchnerismo manejó los servicios secretos con Milani y con Stiuso, y se dedicó a espiar con fruición y alevosía las intimidades de dirigentes sociales, jueces, empresarios, periodistas y estrellas del espectáculo. Pero resulta que el gran problema de la Argentina, el monstruo apocalíptico que se nos viene encima, es la "derecha". Que en su versión económica puede resumirse como el regreso del neoliberalismo noventista. Esta entidad ya oxidada y difusa está encarnada obviamente por el alcalde de la Ciudad y por sus socios alfonsinistas, quienes en verdad expresan un mero desarrollismo tecnocrático. Pareciera en cambio que el candidato oficial de la nueva Patria Socialista no fuera hijo político, ideológico y cultural de Carlos Menem, así como tampoco los Kirchner jamás militaron bajo las órdenes del riojano, ni fueron amigos íntimos de Domingo Cavallo, el padre de la abominable criatura. Hemos perdido la soberanía energética, hay tanta desigualdad como en el comienzo, la economía está hundida, ocultamos millones de pobres, producimos la tercera inflación del planeta, retrocedemos a la política feudal y estamos entrando en la fase del narcoestado, pero resulta que si no toman la sopa y se portan bien, viene el cuco para comérselos. Ay, qué miedo que me da la "derecha".

La repetida farsa, que consiste en acusar a los demás de los pecados propios, es uno de los más efectivos trucos de la maquinaria oficial, pero la trasciende ampliamente. En sus diversos formatos (oficialista, clásico, disidente, latente o entrista) el peronismo ha colonizado por completo el sistema político. Para ponerlo en plan trabalenguas: la derecha no es la derecha, sino lo que el peronismo define como tal. Lo mismo ocurre con la izquierda, el liberalismo, la gobernabilidad, la justicia, la beneficencia, la democracia y la república, y con cualquier otro valor y categoría prestigiosa o execrable. Por ejemplo, una coalición propia es siempre un movimiento plural; una coalición ajena es perpetuamente la Alianza de 2001.

Alguna vez el peronismo fue plebeyo y rebelde, y por lo tanto interesante, pero resulta que triunfó en toda la línea y hace rato se transformó en el verdadero poder permanente y en el nuevo conservadurismo vernáculo. Sus espadas políticas tienen mucho para conservar. Lo principal es ese próspero boliche que, merced al management de un gatopardismo por etapas, debe continuar eternamente abierto para alegría de grandes y chicos. Apropiándose del Estado y de los infinitos conchabos y usufructos de la política, el pejotismo inundó con su discurso único todo el terreno, lavó el cerebro de progres e independientes, envolvió a los opositores más acérrimos y se transformó en cultura unánime. Que practican incluso quienes se oponen a esa hegemonía. Puesto que entre el exitismo y la culpa nadie quiere quedar afuera del cuadro.

Este nuevo catecismo es rezado por antiperonistas de toda laya, y repetido por papanatas cool, que para no desentonar con la onda y el nuevo sentido común ahora cantan la marchita en los cumpleaños de Palermo Hollywood (cuando yo la entonaba en los 80 me miraban con asco), difunden pobrismo cultural y exudan regocijo vintage. El peronismo forma parte, por primera vez, del vademécum de lo políticamente correcto, y contradecirlo puede ser un tanto peligroso. Te pueden llamar "gorila", que para algunos es un epíteto tan grave como "racista" o "nazi". El hecho de que ese insulto haya virado de simple sinónimo de "enemigo" a un anatema indiscriminado para cualquier mínimo objetor del relato justicialista muestra hasta qué punto la psicopatía ha triunfado incluso entre los opositores y librepensadores de libertad incierta. En realidad, ya no hay contreras: casi nadie se jacta de ser "gorila", y aun los más críticos se preocupan en reivindicar como un mantra "las medidas positivas" de su historia folclórica y en tener entre sus filas a "compañeros" de distintas capas geológicas, no sea cosa de ofender y de que la maldición de la sequía caiga sobre ellos.

La policía de la corrección política tiene un rubro nuevo: cuidar al peronismo. Y éste dibuja la cancha donde se juega el partido, se lleva la pelota a su casa y reescribe el reglamento, que muchos no peronistas aceptan y naturalizan con pereza intelectual. Hay incluso en vastos sectores del no peronismo un pensamiento inconfesable: desean que vuelva a ganar para no tener que pensar todo de nuevo y para no verse obligados a sostener con el pellejo lo que proclaman con el pico. El justicialismo es una incomodidad conveniente: se hace cargo, yo quedo libre de responsabilidades y puedo dedicarme a fustigar sus nuevas medidas sin revisar jamás (qué herejía) la instalación de fondo, y permitiéndome así el confort de ser siempre inocente de todo lo que sucede en la patria.

La vieja broma de Perón ("peronistas somos todos") se hizo realidad como patología. Su doctrina ya no es una parte sino el todo; sus lugares comunes, sus fantasías, sus categorizaciones, sus prácticas y sus prejuicios se han vuelto colectivos. En consecuencia, rebelarse contra esa irreductible lógica del poder, contra esa nueva derecha y lograr que alguna vez el peronismo vuelva a ser (como soñamos) un partido republicano se torna una obligación moral y un imperativo de supervivencia democrática.

Preferí esta cuestión de fondo a los rutinarios balances de campaña. Un domingo de veda es, para un columnista, como un asado pantagruélico para un vegano. Que gane el mejor y que Dios nos ayude.

© La Nación

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