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Por Jorge Fernández Díaz |
Un barco camporista naufraga y un avión cristinista se
incendia. La actualidad se ensaña con sus metáforas crepusculares. Ninguna tan
escalofriante, sin embargo, como esa cacería humana por el monte. Ángel Verón
tiene 42 años y 10 hijos, y forma parte de un piquete que corta la ruta
nacional 11. Reclaman herramientas y becas para terminar las viviendas sociales
que les prometió el gobierno de Jorge Capitanich.
Sin orden judicial, los
policías desalojan la vía y persiguen a los manifestantes por la espesura.
Ángel había sido operado de un riñón. Lo cercan en un campo y lo muelen a
piñas, patadas y culatazos. La herida quirúrgica se reabre y produce una
infección interna; llega hasta el hospital con las tripas en la mano, agoniza
durante treinta días, muere esta semana. La policía jura que estaba armado con
una pistola y que se autoinfligió las heridas. El abogado de la familia Verón
tiene seis testigos; denuncia que lo asesinaron a golpes. Ángel Verón expira
justo en vísperas del quinto aniversario del homicidio de Mariano Ferreyra. Los
cronistas han hecho las cuentas: bajo la gestión de los Kirchner quince
personas murieron en cortes y manifestaciones. Kosteki y Santillán multiplicado
por siete. Pero nadie pagó políticamente por estas masacres, y los militantes
del "progresismo nacional" siguen ufanándose de ser los monarcas de
los derechos humanos y los severos fiscales de esos desalmados en ciernes que
aparentemente "vienen a criminalizar la protesta". El presidente del
CELS, que llamó a votar hoy "con caras largas", acusó a Gendarmería
de acribillar con cartuchos de goma y sofocar con agresivos químicos a 13
militantes de izquierda que cortaban la ruta Panamericana, y aseguró que Sergio
Berni infiltró entre ellos a un coronel de Inteligencia del Ejército. También
señaló que la policía de Scioli "dispara a la cabeza". El
kirchnerismo manejó los servicios secretos con Milani y con Stiuso, y se dedicó
a espiar con fruición y alevosía las intimidades de dirigentes sociales,
jueces, empresarios, periodistas y estrellas del espectáculo. Pero resulta que
el gran problema de la Argentina, el monstruo apocalíptico que se nos viene
encima, es la "derecha". Que en su versión económica puede resumirse
como el regreso del neoliberalismo noventista. Esta entidad ya oxidada y difusa
está encarnada obviamente por el alcalde de la Ciudad y por sus socios
alfonsinistas, quienes en verdad expresan un mero desarrollismo tecnocrático.
Pareciera en cambio que el candidato oficial de la nueva Patria Socialista no
fuera hijo político, ideológico y cultural de Carlos Menem, así como tampoco
los Kirchner jamás militaron bajo las órdenes del riojano, ni fueron amigos
íntimos de Domingo Cavallo, el padre de la abominable criatura. Hemos perdido
la soberanía energética, hay tanta desigualdad como en el comienzo, la economía
está hundida, ocultamos millones de pobres, producimos la tercera inflación del
planeta, retrocedemos a la política feudal y estamos entrando en la fase del
narcoestado, pero resulta que si no toman la sopa y se portan bien, viene el
cuco para comérselos. Ay, qué miedo que me da la "derecha".
La repetida farsa, que consiste en acusar a los demás de los
pecados propios, es uno de los más efectivos trucos de la maquinaria oficial,
pero la trasciende ampliamente. En sus diversos formatos (oficialista, clásico,
disidente, latente o entrista) el peronismo ha colonizado por completo el
sistema político. Para ponerlo en plan trabalenguas: la derecha no es la
derecha, sino lo que el peronismo define como tal. Lo mismo ocurre con la
izquierda, el liberalismo, la gobernabilidad, la justicia, la beneficencia, la
democracia y la república, y con cualquier otro valor y categoría prestigiosa o
execrable. Por ejemplo, una coalición propia es siempre un movimiento plural;
una coalición ajena es perpetuamente la Alianza de 2001.
Alguna vez el peronismo fue plebeyo y rebelde, y por lo
tanto interesante, pero resulta que triunfó en toda la línea y hace rato se
transformó en el verdadero poder permanente y en el nuevo conservadurismo
vernáculo. Sus espadas políticas tienen mucho para conservar. Lo principal es
ese próspero boliche que, merced al management de un gatopardismo por etapas,
debe continuar eternamente abierto para alegría de grandes y chicos.
Apropiándose del Estado y de los infinitos conchabos y usufructos de la
política, el pejotismo inundó con su discurso único todo el terreno, lavó el
cerebro de progres e independientes, envolvió a los opositores más acérrimos y
se transformó en cultura unánime. Que practican incluso quienes se oponen a esa
hegemonía. Puesto que entre el exitismo y la culpa nadie quiere quedar afuera
del cuadro.
Este nuevo catecismo es rezado por antiperonistas de toda
laya, y repetido por papanatas cool, que para no desentonar con la onda y el
nuevo sentido común ahora cantan la marchita en los cumpleaños de Palermo
Hollywood (cuando yo la entonaba en los 80 me miraban con asco), difunden
pobrismo cultural y exudan regocijo vintage. El peronismo forma parte, por
primera vez, del vademécum de lo políticamente correcto, y contradecirlo puede
ser un tanto peligroso. Te pueden llamar "gorila", que para algunos
es un epíteto tan grave como "racista" o "nazi". El hecho
de que ese insulto haya virado de simple sinónimo de "enemigo" a un
anatema indiscriminado para cualquier mínimo objetor del relato justicialista
muestra hasta qué punto la psicopatía ha triunfado incluso entre los opositores
y librepensadores de libertad incierta. En realidad, ya no hay contreras: casi
nadie se jacta de ser "gorila", y aun los más críticos se preocupan
en reivindicar como un mantra "las medidas positivas" de su historia
folclórica y en tener entre sus filas a "compañeros" de distintas
capas geológicas, no sea cosa de ofender y de que la maldición de la sequía
caiga sobre ellos.
La policía de la corrección política tiene un rubro nuevo:
cuidar al peronismo. Y éste dibuja la cancha donde se juega el partido, se
lleva la pelota a su casa y reescribe el reglamento, que muchos no peronistas
aceptan y naturalizan con pereza intelectual. Hay incluso en vastos sectores
del no peronismo un pensamiento inconfesable: desean que vuelva a ganar para no
tener que pensar todo de nuevo y para no verse obligados a sostener con el
pellejo lo que proclaman con el pico. El justicialismo es una incomodidad
conveniente: se hace cargo, yo quedo libre de responsabilidades y puedo
dedicarme a fustigar sus nuevas medidas sin revisar jamás (qué herejía) la
instalación de fondo, y permitiéndome así el confort de ser siempre inocente de
todo lo que sucede en la patria.
La vieja broma de Perón ("peronistas somos todos")
se hizo realidad como patología. Su doctrina ya no es una parte sino el todo;
sus lugares comunes, sus fantasías, sus categorizaciones, sus prácticas y sus
prejuicios se han vuelto colectivos. En consecuencia, rebelarse contra esa
irreductible lógica del poder, contra esa nueva derecha y lograr que alguna vez
el peronismo vuelva a ser (como soñamos) un partido republicano se torna una
obligación moral y un imperativo de supervivencia democrática.
Preferí esta cuestión de fondo a los rutinarios balances de
campaña. Un domingo de veda es, para un columnista, como un asado pantagruélico
para un vegano. Que gane el mejor y que Dios nos ayude.
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