sábado, 20 de septiembre de 2014

Los trillizos de la sucesión

Massa, Scioli y Macri comparten el ochenta por ciento de la intención de voto. 
En qué se diferencian y qué tienen en común.

Por James Neilson (*)
La Argentina es un país bipolar en que, con regularidad exasperante, las etapas de euforia insensata se alternan con otras de depresión casi suicida, pero puede que algo esté por cambiar. 

En los meses últimos, muchos se las han ingeniado para combinar el pesimismo extremo con un grado notable de optimismo. 

Cuando piensan en el corto plazo, o sea, en los quince meses que nos separan del 11 de diciembre de 2015, prevén una serie de calamidades de proporciones bíblicas al derretirse la economía sin que el gobierno de Cristina se le ocurra hacer mucho más que rabiar contra los malditos buitres. Dan por descontado que habrá más inflación, más recesión, más desempleo y más, mucho más, agitación social.

¿Finis Argentinae? Para nada. Confían en que, concluida la transición, el país renacerá. Para alivio de los hartos de las extravagancias kirchneristas, se instalará un gobierno tan normal que el mundo entero se apresurará a ayudarlo. Vendrá un tsunami de inversiones tanto extranjeras como locales, Vaca Muerta resultará ser una fuente inagotable de riquezas que lo inundará de dólares, euros, yenes y hasta yuanes frescos.

La extraña mezcla de pesimismo y optimismo que tantos sienten se basa en la convicción de que el problema fundamental del país no es económico sino político, que, gobernada con un mínimo de sensatez, la Argentina sería capaz de recuperarse en un lapso muy breve. Por motivos comprensibles, los aspirantes a mudarse a la Casa Rosada se aferran a la idea de que un cambio de mando sería suficiente como para modificar drásticamente la realidad; entienden que no les convendría en absoluto brindar la impresión de estar preparándose para someter la maltrecha economía nacional a un ajuste draconiano.

Según las infaltables encuestas de opinión, el sucesor de Cristina se llamará Sergio Massa, Daniel Scioli o Mauricio Macri. Los tres comparten el ochenta por ciento de la intención de voto. Por las consabidas razones electoralistas, cada uno quiere persuadirnos de que, a diferencia de sus dos rivales, representa algo nuevo, pero lo más llamativo es lo mucho que tienen en común. Son moderados pragmáticos, dialoguistas que se ubican hacia el centro del mapa político y que se resisten a tomar en serio las engorrosas, y a menudo engañosas, abstracciones ideológicas que obsesionan a los militantes K. Las imágenes que han creado se asemejan tanto que podrían ser trillizos. Son de la clase media aporteñada, deportistas a su modo, con esposas atractivas e inteligentes, hombres a punto de alcanzar su plenitud que, por cierto, no desentonarían en el directorio de una gran corporación multinacional.

Hasta hace poco, pareció que Massa y Scioli, dos peronistas que, de manera explícita en el caso del diputado e implícita, para no decir subrepticia, en el del gobernador, procuraban distanciar del gobierno kirchnerista en el cual habían desempeñado funciones destacadas, disputarían la primacía, pero últimamente Macri ha comenzado a pisarles los talones. El jefe del Gobierno de la Capital Federal cuenta con lo que andando el tiempo podría ser una ventaja decisiva: no es otro peronista. Consciente de que la debacle protagonizada por el kirchnerismo perjudicará a todos los vinculados con el movimiento que ha dominado el país durante más de medio siglo de decadencia en virtualmente todos los ámbitos, Massa quiere distanciarse de los compañeros aunque, huelga decirlo, no soñaría con impedirles ocupar lugares visibles en su propio Frente Renovador.

La estrategia de Scioli es distinta. Es reacio a romper con Cristina por razones presupuestarias bien concretas, pero con toda seguridad sabe que, tarde o temprano, podría resultarle costosa la docilidad socarrona que le ha permitido seguir disfrutando de un nivel sorprendente de popularidad. Aunque las acusaciones de felpudismo de que ha sido blanco desde hace mucho tiempo no parecen haberlo afectado, sus partidarios suponen que un día llegará el momento en que diga basta para entonces confesar que, como han señalado en tantas oportunidades los militantes kirchneristas, su propio “proyecto” político es radicalmente distinto del encabezado por la presidenta actual.

Dadas las circunstancias, es astuta la consigna contradictoria “continuidad con cambio”, que resume la postura ambivalente de Scioli: si bien casi todos quieren un cambio, muchos temen perder los beneficios magros a los que se han acostumbrado y que, como suele suceder en sociedades clientelistas, atribuyen a la generosidad de políticos con nombres y apellidos. Al intensificarse la crisis económica, los subsidios de un tipo u otro adquirirán cada vez más importancia para los más pobres que tienen motivos de sobra para sentir miedo cuando oyen hablar de racionalidad económica.

Además de depender de los votos de los apenas incluidos, Scioli espera que Cristina finalmente se resigne a darle los fondos que necesitaría para asegurar que las próximas fases de la campaña electoral les resulten favorables. Aunque la presidenta fantasee con la eventual candidatura de Axel Kiciloff, el domador de buitres que parece haberse apoderado de buena parte del gobierno nacional y va por más, de los presidenciables actuales el menos peligroso desde su punto de vista particular sigue siendo el insoportable gobernador bonaerense. Puede que a veces crea que sería mejor que Macri triunfara en las elecciones venideras, pero se trataría de una apuesta muy riesgosa; en las filas de PRO abundan los interesados en emprender una lucha frontal contra la corrupción.

Como Scioli, Macri tiene forzosamente que tratar de mantener una relación civilizada con Cristina. Por lo tanto, propende a pasar por alto los intentos incesantes de los soldados K de sabotear su gestión, privándolo de recursos financieros, cerrándole el camino erigiendo obstáculos supuestamente jurídicos, provocando paros o interviniendo en la alocada interna policial en que participan efectivos de la Federal, la Metropolitana, la Gendarmería y la Prefectura, de ahí la amenaza del duro del kirchnerismo, el secretario de Seguridad Sergio Berni, de sacar a los suyos de 14 barrios porteños. Tales maniobras, como las ensayadas por los kirchneristas contra Scioli en la Provincia de Buenos Aires, ya no perjudican a Macri. Antes bien, lo ayudan; lo mismo que los bonaerenses, muchos porteños imputan los desastres del distrito en que viven no a las deficiencias administrativas del gobierno local sino a la maldad vengativa de los militantes kirchneristas.

El “relato” de Macri es sencillo. Con datos en la mano, el dirigente porteño insiste en que, poco a poco, su candidatura está levantando vuelo al convencerse los habitantes del interior del país de que ellos también podrían verse beneficiados por una gestión eficaz y que, de todos modos, sería un error calamitoso confiar una vez más en las promesas peronistas. Para facilitar la expansión de PRO allende la avenida General Paz, los macristas están forjando alianzas con fragmentos de la UCR y agrupaciones vecinales con la esperanza de ensamblar así un aparato electoral de alcance nacional.

Así las cosas, fue lógico que Macri festejara con júbilo el triunfo de un hombre del PRO, Pedro Dellarossa, respaldado por la UCR, en la localidad cordobesa de Marcos Juárez, donde derrotó al oficialismo del peronista disidente José Manuel de la Sota. Con toda seguridad exageraba groseramente al afirmar que el resultado presagia la llegada de un “tsunami amarillo”, pero sucede que el mandamás de PRO tiene que aprovechar cualquier avance que sirva para difundir la impresión de que el país está en vísperas de una transformación paradigmática.

Es un juego psicológico. Como el de Raúl Alfonsín en 1983, el destino de Macri dependerá en buena medida de su capacidad para hacer creer que sí está en condiciones de alzarse con el premio más codiciado de la política nacional. Quiere que sea cuestión de una profecía autocumplida, ya que, de consolidarse la idea de que el macrismo sea una fuerza ganadora y que las tendencias detectadas por los encuestadores sean irreversibles, frenarlo no sería nada fácil. El enemigo principal de Macri no es Massa o Scioli sino el escepticismo de quienes suponen que el PRO es un fenómeno exclusivamente porteño que nunca podría resultar atractivo para los habitantes del resto del país cuyas preocupaciones y prioridades serán radicalmente distintas.

A juicio de muchos, el que un candidato presidencial sea considerado demasiado porteño, o bonaerense, constituye un hándicap, ya que la mayoría suele preferir que el salvador de turno proceda de una provincia supuestamente libre de los vicios atribuidos a la gran metrópoli y una provincia que, como a Scioli le gusta recordarnos, equivale a medio país. De ser así, el trío de favoritos se vería desplazado pronto por alguien de la Argentina profunda, pero puede que el electorado, aleccionado por lo que sucedió luego de encargarse del gobierno nacional una banda de amigos riojanos primero y, poco después, otra de santacruceños de características muy similares, haya llegado a la conclusión que sería mejor que lo hiciera personas procedentes de una jurisdicción decididamente mayor que serían menos proclives a actuar como miembros de una camarilla cerrada.

(*) PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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