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| Por Carlos Ares (*) |
Imaginen la escena. Cataratas del Iguazú. Están ahí, en la pasarela, absortos, envueltos en una neblina húmeda, fascinados por el incesante, impetuoso, atronador caudal que se vuelca en un abismo de más de ochenta metros de profundidad. La musculosa masa de agua se revuelve en un espumoso remolino de reflejos brillantes. A toda hora, todo el tiempo el cíclope rabioso, herido por lanzas de luz, cae vencido.
Allá, atrás, en medio del torrente agitado, verán un botecito de madera balsa del que sobresalen dos palitos de helado. ¿Se reconocen en ese náufrago empapado de sudor que rema contra la corriente? Con toda la fuerza que le dan los brazos, trata de frenar, retroceder, retardar el inevitable descenso hacia la ranura de la Garganta del Diablo. En esa urna debe dejar las cenizas del elegido que se ofrece a salvarlo.
Que cada dos años estén obligados a consultarnos, recarga el bajoneado espíritu ciudadano. Es un modesto placer elegir, descartar a los que especulan con el olvido de lo que hicieron, abusadores, ladrones, ineptos, cómplices de narcos. Resistir a caras demasiado, o poco conocidas, sin apellido, sonrisas de dientes recién reparados. Candidatos dispuestos a escuchar, comprender, prometer, mientras saludan, dan abrazos, besan niños. Tan cercanos, ellos. Tan como nosotros, ellos.
Contra toda decepción posterior, aquellos que han padecido la dictadura, tienen memoria de lo que pasó, alguna idea de lo que fue aquél horror, disfrutar la previa incertidumbre de una jornada democrática, contener la inquietud durante el recuento, sostener la leve ilusión después, no es para despreciar. Todo bien con los resultados, victoria, empate, derrota, mientras no se crean que representen el “pueblo”, la “patria”, “los trabajadores”. Sólo fueron votos a unos para que no ganen los otros.
La disputa de los candidatos por la administración del dinero público promueve miedo, angustia, terror. Nos acerca al precipicio donde aúlla, ruge, brama el diabólico aliento del eco gutural. Las ráfagas de acusaciones, denuncias, operaciones de descrédito, huelen a azufre. Los viejos tiburones siguen el rastro de la sangre. La elección es siempre agónica, terminal, crucial. No valen propuestas, hechos, argumentos. No se reconocen errores, no se aceptan las consecuencias.
Comparecer a votar es casi una demanda judicial. El día llega como una carta documento. Notifíquese. Es cómplice de la situación. Hágase cargo de esta cita con su conciencia. Cualquiera sea la decisión que tome tendrá, una cuota-parte de responsabilidad en lo que suceda. Este país fue gobernado desde, ¿hace cuántos años ya?, por quien usted quiso que fuera mayoría, minoría, oficialismo, oposición. La evidencia del estado miserable en que se encuentra salta a la vista de cualquiera que mire la realidad con sus ojos.
No se retobe, no niegue, no ponga excusas. Nadie le obligó a tragar sapos, eslóganes, consignas, comerse discursos vencidos. No alcanza con repartir culpas, justificar los hechos, insultar al voleo, evacuar intestinos, descargar ironías, resentimientos, al amparo de la impunidad en los foros, las redes sociales. Las bandas de estafadores elegidos, malversaron chances varias de una vida mejor. La que podrían haber tenido millones de chicos de varias generaciones. Si en algún momento la piensa bien, por sí mismo, sentirá la pena que le corresponde en años de tiempo perdido.
Calma. Respire. Largue los palitos, deje de remar, flote en el deseo. La catarata de voluntades que quieren algo mejor nunca se va a secar. No se ahogue en el temor a equivocarse otra vez. Mantenga la cabeza afuera de la tromba de noticias que los intereses económicos, políticos, sindicalistas, empresarios, derraman en los medios. La Garganta del Diablo no se traga, ni vomita a los tibios, los recalienta al vapor de la espera. Elija tranquilo, hay gente decente también. Pida socorro con su voto. Si ganan ellos, nada será igual. Si pierden, tampoco. ¿Cómo que quiénes son ellos?
¿Acaso no sabe por quién doblan las campanas?
(*) Escritor y periodista
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