Shakespeare. Escribió La tragedia de Ricardo III, obra que tiene
la dimensión trágica de Hamlet.
Por Sergio Sinay (*)
Ricardo III reinó en Inglaterra entre 1483 y 1485 y murió a los 32 años en la batalla de Bosworth, que definió la Guerra de las Dos Rosas, entre las casas de York (a la que él pertenecía) y de Lancaster. Un siglo más tarde, en 1591, el gran William Shakespeare escribió y estrenó La tragedia de Ricardo III, una de sus obras tempranas, a la que no se le reconoce, aunque la tiene, la dimensión trágica de Macbeth, Hamlet, Otelo, Rey Lear, Antonio y Cleopatra o Tito Andrónico, todas creaciones inmortales.
Las tragedias de Shakespeare gozan de buena salud y mantienen una imperturbable vigencia porque cavan con metáforas impresionantes, diálogos memorables y una penetración psicológica y emocional admirables en temas inherentes al alma, la psique y las relaciones humanas. La ambición, la traición, la pasión y el poder son en ellas temas recurrentes, nunca anacrónicos, siempre reconocibles, no sólo en el escenario donde las obras se representan, sino en el corazón de los espectadores y lectores.
En el caso puntual de Ricardo III su vigencia puede verificarse en estos días en el Teatro San Martín, de Buenos Aires, en una puesta de impresionante expresividad física, protagonizada por Joaquín Furriel en el papel del rey, y dirigida por el catalán Calixto Bieito, en donde los cuerpos dicen tanto como las poderosas palabras de Shakespeare. En esta puesta la trama transcurre en un tiempo indescifrable, que la escenografía subraya. Conserva el texto original, pero lo sitúa en un ámbito distópico. Que puede ser, y no por casualidad, la Argentina de hoy, la de un poder desquiciado, atravesado por aires de psicosis, con personajes por momentos demenciales, cuyas conductas construyen paso a paso un final trágico. Si una intrigante Karina, un detestable Gordo Dan, un confabulador Santiago aparecieran allí, no sorprenderían a nadie. Tampoco sucedería si el rey alucinado portara una motosierra mientras grita sus delirios.
Ricardo III llega al trono en una Inglaterra desmembrada por guerras internas y conjuras interminables. Es el rey menos esperado, un outsider que saltea las líneas sucesorias a fuerza de trampas, mentiras y crímenes, y una vez en el poder no tiene límites. Castiga, traiciona, insulta. En su imprescindible análisis de las tragedias de Shakespeare titulado El Tirano, Stephen Greenblat, profesor de Humanidades en Harvard, dice sobre el personaje: “El constante bombardeo de falsedades margina a los escépticos, siembra confusión y acalla las protestas que podrían surgir”. Hace notar que, a pesar de despreciar las leyes, Ricardo procura asumir “democráticamente”. Y luego está rodeado de “quienes tienen una extraña propensión a olvidar las cosas (…) Se sienten atraídos a normalizar lo que no es normal”. Esta descripción les cabe perfectamente hoy a empresarios, a periodistas obsecuentes que ahora se desesperan por cambiar (una vez más) de piel, a votantes oportunistas, todos carentes de una mínima base de principios morales no negociables. La obra, apunta Greenblat, muestra cómo el ascenso de Ricardo al poder es posible gracias a la complicidad de quienes lo rodean, pero también a la aquiescencia de quienes desde la platea (el público, la sociedad) saben que miente, pero le creen. “Ricardo nos invita a experimentar nosotros mismos lo que es sucumbir a lo aborrecible”, escribe Greenblat. A través de los tiempos Shakespeare pregunta qué responsabilidad tiene la sociedad en lo que padece. Mientras tanto resuena el eco del desesperado clamor del rey derrotado: “¡Mi reino por un caballo!”. En el teatro y en la vida el final de las tragedias es inexorable, repetido y conocido. Menos por sus protagonistas, que lo tejen con sus propias manos.
(*) Escritor y periodista
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