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domingo, 3 de agosto de 2025

La polarización muestra signos de fatiga

 Por Jorge Fernández Díaz

“La belicosidad verbal, el uso de un lenguaje insolente o malsonante, y el arraigo fundamentalista a credos ideológicos extremos no es más que una forma de cobardía melancólica”. El mandoble lo lanza el filósofo y lúcido periodista español Diego S. Garrocho en su último ensayo, que para escándalo de casi todos y a contracorriente del sentido común de la época, se basa en la idea de que la mayor prueba de valentía política consiste paradójicamente en practicar una cierta moderación. No se trata de un alegato a favor del mero centrismo o la equidistancia, sino de una rara forma de la cortesía para nada banal según la cual dos personas ideológicamente antagónicas pueden debatir, escucharse un rato y tantear entre tantas disidencias algunos acuerdos, o al menos usar al otro como sparring conversacional para pulir mejor las ideas propias. 

La sola postulación de esta mínima regla elemental, que hoy parece una aspiración utópica, muestra que la conversación pública está rota en Occidente, y que sin ella la democracia liberal no tiene destino. Según el autor de Moderaditos (Random House) –obra que todavía no llegó a estas pampas pero que recoge con ironía y orgullo desde su título una acusación habitual de los ultras de moda y que levanta sarpullidos en España–, hoy la audacia mayor estriba en reconocerle a nuestro adversario algún tipo de razón, cambiar de opinión si cuadra, atreverse a dudar, quebrar la protección del rebaño y correr el riesgo de decepcionar a todos. No habla el autor ya de un simple posicionamiento político o partidario, ni mucho menos de una actitud para volcar en las urnas el día de las elecciones, sino de un ejercicio cotidiano de la inteligencia en un mundo de blancos y negros, donde las “trincheras son rentables”. “Los radicalizados creen que los moderados en el fondo piensan como ellos, pero que no se atreven a decir las cosas de forma tan contundente –dijo en un reciente programa de la Cadena Ser–. La nueva derecha excluye a la otra, a la que llama cobarde. Y considera que no lo dicen con su misma vehemencia por falta de valor, cuando a veces es por simple desprecio hacia esos postulados maximalistas”. Para eso propone algunos consejos emocionales que hoy resultan significativamente dificultosos: “La autocontención y la prudencia; ser capaces de la duda y de querer a alguien que piensa de manera distinta, comprendiendo que no lo hace por maldad; que el otro busca la misma finalidad que nosotros, aunque con una terapia diferente y nada más”. Según el filósofo, toda persona honesta e inteligente sabe en su fuero interno que en ocasiones se ha confundido, y que incluso ha defendido ardorosamente cosas que estaban equivocadas. “Las ideologías se han convertido en religiones de sustitución que generan, además, formas de agrupamiento identitario muy poco útiles para la deliberación sincera”, sostiene. Hay un miedo patológico, en el contexto de estas modernas y estentóreas grietas sociales, que conduce a un afán por custodiar nuestras ideas como quien protege una billetera o se cubre el rostro en una pelea de calle. Muchas veces el público rechaza a quienes –periodistas o políticos– desafían sus prejuicios y “los padres de familia son capaces de entrar en X bajo seudónimo para linchar o criticar de manera desaforada a quien pone en riesgo sus creencias. Detrás de estas conductas solo hay miedo e inseguridad. Miedo a que nuestras ideas puedan demostrarse fallidas. Miedo a que las ideologías que despreciamos puedan tener una cuota de razón. Miedo a que tengamos que despedirnos de algunos de los fetiches a los que vivimos agarrados a causa de un pánico que nos asedia desde demasiados frentes”.

Las sensatas pero revulsivas reflexiones de Diego Garrocho valen en la actualidad para cualquier país, pero se escuchan en un sitio que hasta los Pactos de la Moncloa admitía la existencia lisa y llana de dos Españas irreconciliables, y que le llevó muchas décadas de ruina, encono y sangre eliminar las pulsiones extremistas, confluir hacia el centro con pactos intrépidos, generar políticas de Estado permanentes y zurcir las partes. Ese delicado zurcido permitió, a su vez, una era de prosperidad vertical sin parangón. Ofendidos porque la bonanza no es infinita, atrapados en la bipolaridad que ofrecen las redes sociales y animados por las estrategias agonales de los “ingenieros del odio”, los españoles desgarran hasta su institucionalidad y ponen en peligro lo conseguido. Todo lo que sucede en la Madre Patria tiene ecos y reflejos en la Argentina, aunque con algunas diferencias históricas, económicas y políticas. Pablo Gerchunoff, luego de investigar largamente el comienzo del siglo XX para su extraordinario ensayo La imposible república verdadera, confirma como gen nacional un viejo apotegma de Halperin Donghi: somos una nación siempre propensa a las antinomias y a la negación recíproca de legitimidad. Según Gerchunoff los países tienen, como los ciudadanos, personalidades definidas, que les cuesta muchísimo modificar; Hipólito Yrigoyen demostraba un “talante revolucionario” y había en aquellos primeros años “un clima de hostilidad mutua”. Un defecto que quizá heredamos de España o de las guerras civiles del siglo anterior, pero que ya en esos tiempos de política pura y dura creció y se cristalizó como un fenómeno que atravesaría, a pesar de algunos respiros, las décadas y que llega muy vivo y palpitante hasta el presente: “El no reconocimiento de la legitimidad de quien está enfrente –dice Gerchunoff–. O la consigna: ‘el fracaso es el otro’”. La democracia de 1983, el temperamento dialoguista de Alfonsín, la amistad sincera en las malas de Cafiero e incluso los gestos consensuales que en su momento emitieron Menem y Duhalde conformaron un tiempo no agonal: todos se reconocían, aun en el combate de las ideas y los intereses. “Desde 2013 –añade el historiador y economista– esa cultura de las buenas maneras se perdió, y nació algo que ahora denominamos polarización”. A esas características de nuestro disco duro habría que adosar el hecho innegable de que aquel cristinismo acabó por autopercibirse orgullosamente como un populismo de izquierda (Ernesto Laclau) y actuó en consecuencia: “Vamos por todo”. Aunque en España acusan a Pedro Sánchez de tener vocación populista, a quienes tuvimos la larga y sufrida experiencia del populismo real nos cuesta encuadrarlo todavía bajo esa etiqueta. Lo concreto es que el proceso español se desliza sobre la superficie de un desarrollo económico apabullante, y el proceso argentino parió desde su angustiosa decadencia sin piso un singular populismo de derecha con fraseología liberal, que también está inspirado por Laclau y Antonio Gramsci, según cuentan sus intelectuales, y que propone un sistema de líder mesiánico, divisionismo y extremos irreductibles y encapsulados. Ya no se trata, como antaño, de tener plantado en el territorio a un solo movimiento con ansias hegemónicas que había logrado establecer el reglamento e instalar su relato único, y que era enfrentado por un republicanismo transversal, plural e inorgánico. Hoy a ese movimiento justicialista, con su pueblo recortado e imaginario, se le opone un movimiento libertario con similar praxis, aunque con un ideario opuesto. Ambos nos proponen, en nombre del bien supremo, ocupar alguno de los dos campamentos y abandonar la incómoda intemperie. Y hacerlo con espíritu guerrero y tribal. Una cosa es desmontar el relato único del kirchnerismo –tarea intelectual que le pareció fascinante a este articulista durante más de diez años de estudio y escritura–, y otra muy distinta es adherir por oposición a la “tormenta reaccionaria” (Natalio Botana dixit). No se trata, como explicábamos antes, de la jornada electoral ni de abrazar consensos forzados, sino de pensar el día a día desde una peligrosa independencia, y hacerlo teniendo en cuenta que, como asevera Garrocho, no es valiente quien lanza sus gritos de guerra y sus insultos cruzados e incendiarios, sino quien es capaz de reconstruir la conversación pública en la conciencia de que será la única manera de hacer sobrevivir a la democracia liberal injustamente castigada. Es, como se ve, una cuestión crucial y urgente. Y nos guste o no, y a veces no me gusta, bajar el tono, atender los matices, admitir que el otro puede tener algo de razón y zurcir las partes, parece ser la verdadera actitud revolucionaria en el apogeo de la enemistad.

Pese a todo esto, y si observamos con sutileza la actualidad, también es cierto que la polarización argenta comienza lentamente a mostrar algunos síntomas de fatiga. El destrato, la humillación, el verticalismo ciego y la ambición desmedida de los violetas, con sus directivas de sumisión y su costumbre de traicionar a sus aliados colocándoles candidatos propios que los hostigan de manera salvaje, no hizo más que generar obligadas rebeliones en distintos distritos y provincias: la unión de cinco gobernadores, principal novedad política de la semana, es fruto de esa agresividad sistemática del oficialismo. Bajo la consigna “con el equilibrio fiscal no alcanza” y el propósito de crear una liga “republicana y federal” los gobernadores de Córdoba, Santa Fe, Chubut, Santa Cruz y Jujuy plantean una diagonal, aunque esta aparición disruptiva sucede mientras los libertarios aprueban nacionalizar la elección bonaerense (quizá Kicillof evite con ello que le revisen los tremendos errores de su gestión local) y marchar a una polarización que plebiscite en los hechos a Milei. A todo o nada. Con eso triunfaron y, como en el fútbol, táctica que gana no se cambia. Pero convendría recurrir también a la literatura, y releer aquellos versos de la milonga borgeana: “Suele al hombre perder la soberbia o la codicia: también el coraje envicia a quien le da noche y día”. “Me parece que el estímulo confrontativo y agresivo le empieza a generar problemas al Gobierno –sintetiza el consultor Carlos Fara–. Lo que en su momento parecía una característica un poco pintoresca pasó a ser una saturación en la opinión pública”. Uno de los pensadores más preocupados por todo esto es el mismísimo Natalio Botana, que califica nuestra política de “polarizante y facciosa”. El autor de La experiencia democrática observa que hoy se incentiva como nunca el antagonismo intenso. Y apunta que el rasgo más pernicioso es “la carga emocional con la que se concibe la política, como una lucha entre el bien y el mal, a la manera de un conflicto entre los ciudadanos de bien y los representantes de un mundo perverso al que hay que destruir”. Un juego de extremos excluyentes que llena de incertidumbre a los inversores externos. “¿Puede funcionar una democracia sin un mínimo de responsabilidad compartida por gobernantes y opositores?”, se pregunta el gran politólogo. La vieja grieta cambió sus coordenadas y su elenco, y algunos de sus significantes y contornos; se transformó en una zanja, nos propone un abismo y prefiere, bajo el chantaje de que la actitud contraria representaría ser funcional al monstruo apocalíptico de turno o conveniencia, que cada uno de nosotros no nos apartemos de la burbuja de sentido, que retroalimentemos nuestros prejuicios, que agucemos nuestra saña y que hagamos oídos sordos a las otras miradas y reparos. Es decir, que renunciemos a la chance de que los otros puedan aportar datos fundamentales y tener alguna clase de razón. O dicho en los términos del filósofo español: que clausuremos la conversación pública y que, en nuestra secreta e inconsciente cobardía, desistamos de la inteligencia.

© La Nación

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