Pages

viernes, 1 de agosto de 2025

El “subversivismo de las élites” se levanta contra el “subversivismo plebeyo”

Por Loris Zanatta 

Ha pasado un siglo, parece ayer. Fue ayer, parece el siglo pasado. ¿El Senado derrotó al gobierno? “¡Tanques a la calle!” “¡Dinamitar el Congreso!” Eructos más que palabras, suenan a “Marcha sobre Roma”. El hecho no habría sido noticia, la noticia no habría sido un hecho, todos nos partiríamos de risa si el autor no fuera un devoto nunca renegado del Presidente, si sus posteos no rebosaran de nostálgicos de Hitler y Mussolini.

Como hace un siglo, el “subversivismo de las élites” se levanta contra el “subversivismo plebeyo”, los fascistoides contra los comunistoides, los aficionados a la “acción directa” contra los parlamentos. 

Así fue, de Italia a Brasil, de España a Alemania, en los años de entreguerras del siglo XX, así también, de Chile a la Argentina, en la década de los 70: el “subversivismo” rojo allanó el camino al “subversivismo” negro, un poco como, con las obvias diferencias, los Kirchner a Milei y Grillo a Meloni, Podemos a Vox y el wokismo a Trump. Cada uno recoge lo que siembra. A otros les tocará pegar los pedazos.

El mundo rezuma hoy gente como “el Gordo Dan”, autor de los “versos” mencionados, nada suena más conformista que su “subversivismo”. Son, en versión liliputiense, los Proudhons de nuestro tiempo, los Soreles amados por Mussolini y Lenin, los Malapartes queridos por Primo de Rivera y Fidel Castro. Los que enseñaron al “pueblo” –el Duce dixit– que “la vida es lucha, sacrificio, conquista”, una guerra darwiniana contra el enemigo de raza o de clase, de Dios o de la patria.

Más vale, entonces, desenterrar a aquellos que, contra el “subversivismo” se jugaron, a veces pagándolo caro. La “masa”, cuya “rebelión” observaba angustiado Ortega y Gasset, se consideraba con derecho a imponer su voluntad, un condensado de “lugares comunes de café”, hoy diríamos “de redes sociales”. En virtud de ese supuesto “derecho”, subvertía todo límite formal y normativo, incluso aquellos que ella misma se había dado, como el Parlamento, demolía “todo lo que es diferente, singular, individual”.

Piero Gobetti, liberal progresista cuya vida se vio truncada por los golpes de los fascistas, ahuyentó a las sirenas “subversivistas” que lo tentaban. Para un alma inquieta como la suya, el parlamentarismo era una camisa de fuerza que inhibía la “revolución liberal”. Pero a los 20 años ya había entendido que era consecuencia lógica de su propio liberalismo, de la concepción pluralista del mundo y de su fisiológica conflictualidad. Conflictualidad que exigía ser representada, legitimada, regulada. La alternativa era, precisamente, los “tanques” contra el Parlamento, la parte que se eleva al todo, la fe de unos pocos impuesta como fe de todos.

Pero quizá las palabras más famosas contra el “subversivismo” –me gusta provocar– las escribió Antonio Gramsci, marxista de pie a cabeza, mucho más inteligente y culto, convengamos, que los maccarthistas de hoy y de ayer. Para Gramsci, el “subversivismo” era la antítesis de la revolución a la que aspiraba, pero también del reformismo que combatía. El “subversivo” plebeyo expresaba “un odio genérico” más propio de la reacción que de la revolución; el “subversivo” elitista, el impulso crónico de las clases dirigentes italianas a subvertir las instituciones, el Parlamento, la Constitución. Un juicio que se ajusta a la perfección a las argentinas.

La expresión “clase dirigente”, antaño tan estricta, es ahora evanescente. Sus límites son difusos, sus atributos cambiantes, “dirigir” sociedades complejas puede resultar vano. Pero lo que distingue a una clase dirigente es hoy, como en el pasado, el ejercicio de la responsabilidad, el impulso de construir en lugar de destruir, de persuadir en lugar de excluir, de estabilizar en lugar de subvertir. Aquella que hoy cabalga arrogante y alegre el “subversivismo” de nuestro tiempo, está abdicando de su responsabilidad. Como si ignorara que no hay subversión sin Thermidor.

Todo esto vale también para Milei y su “clase dirigente”. ¿Cuándo terminará la fase infantil, si es que alguna vez termina? ¿Qué quieren ser cuando crezcan? ¿Sturzenegger o “el Gordo Dan”? ¿Reformistas o “subversivos”? ¿Aspiran a liberar energías sociales y productivas o a traficar con aviones negros, monedas falsas y servicios secretos? Hasta ahora se ven muchos recortes y pocas reformas, muchos cierres y ninguna apertura, más cantidad que calidad, más oportunismo que convicciones. Subversivismo.

Lo sé, lo sé, se creen listos y nos creen ñoños, piensan que pueden tener los pies en los dos zapatos, “vender” mileísmo de gobierno a los mercados y mileísmo de guerra al “pueblo”. Lo han hecho muchos, Perón lo teorizó, nunca terminó bien. ¿Cuántos inversores arriesgarán su capital en un país donde el gobierno cultiva cada día un nuevo conflicto contra un nuevo enemigo? ¿Hasta cuándo los tecnócratas liberales se tragarán el fanatismo “subversivista” del Presidente y su círculo?

Llamándose a sí mismos “libertarios”, los “subversivistas” modernos se sienten inmunes a todo esto. Convencidos de estar luchando “contra la tribu”, no se han dado cuenta de que se han convertido ellos también en una tribu, que actúa de forma tribal y patrimonialista, clientelista y familista, arbitraria y autoritaria. Se les escapa que la libertad no es “tener razón”; es el respeto a las razones de cada uno, aunque nos parezcan equivocadas, como a ellos las nuestras.

© La Nación

No hay comentarios:

Publicar un comentario