Rodolfo Walsh
Por Miguel Barrero
En el barco de Teseo
Hay un viejo y desabrido tópico local que asevera que la Semana Negra es siempre lo mismo, pero quienes lo formulan con vocación despectiva están dedicándole al festival, sin pretenderlo, uno de los mejores elogios que podría esperar. Hace treinta y siete años que se celebró la primera edición en el desabrigo portuario de El Musel ―mucho menos frecuentada de lo que se dice, según los testimonios de quienes sí tomaron parte de ella― y las cosas en verdad han cambiado mucho ―se han cuadruplicado las actividades culturales y el número de autores invitados es cuatro veces hoy el que fue entonces―, aunque la impresión sea otra porque todos esos cambios se han ido dando de manera progresiva y natural, a la manera que ocurría con el barco de Teseo, aquella nave que con el curso del tiempo fue cambiando todas sus piezas hasta el punto de terminar siendo totalmente nueva, pero en la que los atenienses seguían reconociendo la embarcación en la que había regresado el héroe tras vencer en Creta al minotauro.
También la Semana Negra se ha ido transformando sin dejar de ser la misma, y aunque a algunos les pese sigue navegando tras sortear no pocas tempestades, acostumbrada como se encuentra a las iracundias eventuales de este mar que nos observa.
En la habitación contigua
De vuelta al hotel tras la cena, cuando falta menos de una hora para la medianoche, le digo a John Banville que quizá nos encontremos mañana en el desayuno. Me contesta que no está tan seguro porque no acostumbra a desayunar en los hoteles. Le resultan inquietantes esos desperezamientos silenciosos acompañado de desconocidos de los que en ocasiones termina sabiendo uno más de lo que me gustaría. Me cuenta que hace unos años, en una gira promocional de algunos de sus libros, le tocó pernoctar en un alojamiento en el que tuvo como vecinos de habitación a una pareja que se tiró media noche entregada a las pasiones carnales. Los gemidos y los gritos llegaban desde el otro lado del tabique y le impidieron pegar ojo. Cuando al día siguiente bajó temprano al bufé, no podía evitar fijarse en las parejas que ocupaban las mesas, y en las que iban entrando poco a poco, para tratar de adivinar cuál era la que tan mala noche le había dado. «Estuve así unos minutos hasta que aparecieron un hombre y una mujer recién duchados, felices, con los rostros resplandecientes, y supe que eran ellos». Nunca pudo saber si su intuición fue la correcta, pero sí que no entraba en sus planes el repetir esa clase de indagaciones a horas tan tempranas.
El pionero postergado
Me pregunta David Uclés quién es Rodolfo Walsh al ver la camiseta que me regaló el otro día Reynaldo Sietecase y en cuyo frontal luce la efigie del periodista argentino al pie de su nombre. No es la primera vez que me toca hacerlo y no es la primera vez que lo lamento, porque la figura de Walsh bien merece un crédito que, fuera de Argentina, la posteridad se resiste a brindarle. Era sudamericano, escribía en español y era de izquierdas, lo cual probablemente tenga algo que ver en el hecho de que el canon señale el A sangre fría de Truman Capote como la obra fundacional del nuevo periodismo a pesar de que Walsh publicó nueve años antes su Operación Masacre, verdadero kilómetro cero de la narrativa de no ficción contemporánea. Pocos lo dicen porque no muchos lo saben y desde luego no se ha abordado demasiado su figura en España, como si Walsh fuera para la cultura a la que perteneció como ese fusilado que vivía cuando a él le salió al paso la historia, con la que pasó a unos anales que tratan de ocultarlo tras nombres más glamurosos.
Vivir en la huida
Estos días nos los hemos pasado Loyds y yo huyendo de un tipo al que ninguno conocíamos y que apareció de repente y no da tregua. Nos lo encontramos en los lugares más inverosímiles a la espera de un resquicio que le permita alcanzarnos e incorporarse a la conversación para llevarla de inmediato hacia sus derroteros. Interrumpe ruedas de prensa, acecha en mesas redondas, deja en el teléfono mensajes y llamadas perdidas que quedan sin atender y anda rondando los restaurantes en los que cree que conseguirá encontrarnos. Se ha instalado en la cafetería del hotel en el que nos alojamos estos días: ocupa una mesa junto a la puerta y desde allí nos escruta por si nos puede agarrar en un despiste. Bromeamos a menudo con el asunto porque tal parece que estuviésemos atrapados en una suerte de trama criminal, aunque también algo esperpéntica, y nos cruzamos mensajes para averiguar si el otro anda en el sitio al que nos disponemos a ir o si por un casual acaba de llegar a aquél del que volvemos. A veces transcurren horas sin que aparezca y la circunstancia nos alivia, pero en el fondo también nos inquieta un poco: me temo que hemos terminado por cogerle algo de cariño porque nos inspiran ternura su tesón y su insistencia, y por eso sus reapariciones nos irritan y nos calman en proporciones similares. Es como si su presencia se hubiera vuelto un acompañamiento indispensable de los días; como si, por mucho que lo evitemos, le hayamos cogido gusto a esa permanente necesidad de huir, no sabemos bien de dónde ni hacia qué, aunque siempre lejos de aquél que se comporta igual que uno de esos antagonistas necesarios para que prospere una buena trama criminal. Sospecho que es eso mismo, el de sentirnos protagonistas involuntarios de un argumento con el que no contábamos, objeto de una persecución imprevista que amenaza constantemente con quebrar nuestra tranquilidad y nuestra paciencia, lo que en el fondo nos divierte.
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