Jorge Fernández Díaz, en la entrega de la Pluma de Honor de la Academia de Periodismo
(Foto/La Nación)
Me honra mucho esta Pluma de Honor, que me entregan algunos de los más prestigiosos periodistas de este país. Principalmente, agradezco a Joaquín Morales Solá, maestro y amigo, y presidente de la Academia Nacional de Periodismo. Muchas gracias también al diario LA NACION y a Radio Mitre, que son mi hogar, y que me permiten desarrollar con libertad
absoluta mi profesión y experimentar cosas nuevas. También me pone muy contento recibir esta distinción en el mismo acto en que se premia a Leila Guerriero, con quien nos une una larga amistad y además una voluntad de estilo, una vocación según la cual el periodismo puede a veces aspirar al arte.
Y no quiero dejar de mencionar, por supuesto, a la familia Lanata: extrañamos tanto a Jorge. Lanata fue el periodista más relevante y creativo de mi generación. Hace 45 años que nos cruzamos con Jorge Lanata en distintos lugares, sueños, redacciones y estudios radiofónicos de este oficio.Ads by
Cuando mi padre, que era mozo de un bar, se enteró de que yo quería ser periodista, me dio por perdido. Creyó que yo quería ser vago. Porque nadie se metía entonces en el periodismo ni para ser famoso ni para ser rico. Se metía para llevar una vida apasionante y también porque el periodismo era la literatura por otros medios. Tenía razón mi padre: las viejas redacciones eran tierra de diletantes. Eran una suerte de bohemia, ahora perdida. Te tocaba ir a la morgue y luego a cenar con un redactor ignoto que era un erudito y que en la sobremesa te recitaba La divina comedia o El Quijote. La redacción fue mi casa, mi taller, mi atalaya, mi vida. Ahí me forjé como periodista y como hombre. He trabajado codo a codo, o he sido jefe o camarada o lector constante de algunos de los mejores profesionales de la Argentina. Y es por eso que cada vez que un gobierno ataca a uno de ellos siento que están atacando a mi familia. No puedo evitarlo. Son mi familia. Y conozco el rigor, el tesón heroico y la buena intención con que trabajan día a día.
También conozco -soy veterano y por lo tanto no soy ingenuo-, los actos innobles que el periodismo puede cometer. No me refiero ahora a la fiel infantería del periodismo, que suele recurrir al pluriempleo porque está mal paga, pero que recorre cotidianamente el territorio y nos trae información muy valiosa desde las entrañas mismas del palacio inexpugnable. Me refiero a muchos otros que realmente operan o se corrompen, y que además han perdido la humildad del oficio. En este gremio siempre hubo canallas y honestos, precisos y mentirosos, brillantez y mala praxis, y ahora están pagando justos por pecadores. Digo ahora mismo, porque el periodismo está en la mira del poder. Una vez más. Sólo que hoy es acosado por ingenieros del odio que usan las redes y los servicios, y que pronto usarán la Inteligencia Artificial para desacreditar a los periodistas. O al menos a los que se resisten a ensalzar a un oficialismo que busca acabar con nuestra profesión o de mínima domesticarla, que es más o menos lo mismo. Una facción que con la tecnología y los recursos públicos “marca” periodistas y les señala a sus fanáticos quiénes son los “enemigos del pueblo”, con las implicancias criminales que representa esta insólita decisión de Estado. Y que quiere instalar la estúpida idea de que el periodismo se encuentra en proceso de extinción. Si fuera así, compañeros, ¿para qué se toman tanto trabajo y tanto dinero en intentar destruir a sujetos tan decadentes e insignificantes? No, el periodismo –en un país donde la oposición republicana mira para otro lado y va defeccionando de sus principios- es la última resistencia de la democracia liberal y la última barrera contra la gran mentira.
Nos atacan porque los periodistas somos muy peligrosos. Claro. Somos los únicos que podemos rasgar el velo del engaño. Desde hace algunos años, los gobiernos se han convertido en factorías de relato diario, en una productora de contenidos, en una fábrica incesante de literatura de ficción. Controlan más la narrativa y la agenda que los propios actos de gobierno. El relato es la gestión. Y ese relato está plagado de bulos, manipulaciones, datos incorrectos, mentiras, calumnias, falacias y mucha, mucha contabilidad creativa. Los periodistas, con sus datos veraces, con sus números independientes y con sus argumentaciones lúcidas son un incordio, porque atacan el corazón mismo de la ficción gubernamental. ¿Cómo no vamos a ser un peligro? ¿Cómo no vamos a ser los malos, sucios y feos de la historia? ¿Cómo no vamos a ser tachados de corruptos y decadentes? ¿Cómo no vamos a integrar un “oficio maldito”? Somos el único obstáculo para una hegemonía de la acción y la palabra. Para un soliloquio del poder.
Soy consciente de que los periodistas debemos seguir estudiando a medida que ejercemos el trabajo, que debemos conseguir más calado profundo en nuestras visiones y reflexiones. Y, sobre todo, creo que debemos hacer una autocrítica profunda. Sabemos que algunos colegas han decidido ser ricos y famosos a cualquier precio. Que repiten con entusiasmo consignas dictadas por mandarines con billetera y que incluso se suben a campañas sucias contra disidentes. También que hay quienes temen pensar fuera de la burbuja de sentido o hablar y escribir contra su propia audiencia. Nuestra audiencia no puede ser nuestra tirana, porque entonces perdemos tarde o temprano la autoridad moral. Y si perdemos eso lo perdemos todo. A veces es preferible perder con honestidad que convertirnos en un camaleón.
Hay colegas que no quieren admitir un error, y eso es un error tremendo: si erramos lo decimos lo más rápidamente posible, porque esa es la ley primera. Pero no erramos cuando nos dice el poderoso, sino cuando nos lo demuestra la evidencia objetiva. El poderoso miente por naturaleza. Y hoy tiene a muchos empleados disfrazados de tuiteros y youtubers construyendo fake news y jugando al fusilamiento mediático y a la posverdad. Buscando que tengamos miedo, que nadie sea capaz de hablar en televisión ni siquiera del precio de las empanadas. Linchamientos, ejecuciones simbólicas, escarmiento y estigmatización: todo para inhibir críticas y cuestionamientos.
Sí, somos muy peligrosos los periodistas. Somos parte esencial de la democracia. Y si no dijéramos cosas incómodas y no fuéramos peligrosos, la democracia tal y como la conocemos y anhelamos no sería posible. Sólo serían posibles el monólogo, la hegemonía y la propaganda. Y la autocensura.
Arturo Pérez-Reverte, cuando ganó el Premio Mariano de Cavia, contó en su discurso: “Yo tenía 16 años, quería ser reportero, y cada tarde, al salir del colegio, frecuentaba la redacción del diario «La Verdad». Estaba al frente de ésta Pepe Monerri, un veterano periodista. Empezó a encargarme cosas menudas, y un día me ordenó que entrevistase al alcalde de la ciudad. Y cuando, abrumado por la responsabilidad, respondí que entrevistar a un alcalde era demasiado para mí, y tenía miedo de hacerlo mal, el veterano me miró con mucha fijeza, encendió uno de esos pitillos que antes fumaban los viejos periodistas, y dijo algo que no he olvidado nunca: ‘¿Miedo?... Mira, chaval. Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti». Pienso en eso a menudo –agrega Pérez-Reverte-. Y últimamente, más todavía. Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti. Me gusta que los alcaldes, incluso los buenos alcaldes, tengan miedo. Los alcaldes, y los ministros, y los presidentes de gobierno y los líderes de la oposición, y los obispos, y los reyes, y todos cuantos de una u otra forma condicionan nuestra vida. Me gusta que todos ellos tengan un saludable miedo a una prensa libre cuyo único límite sea el código penal. Miedo al titular en primera página, a la información veraz, a la columna explicativa, rigurosa, lúcida. Miedo a la voz de los periodistas libres y de los hombres y mujeres libres que los leen”.
Creo que Pérez-Reverte tiene razón. Y creo que la sociedad agradece esa valentía y esa tarea cotidiana. El país próspero fue diseñado por periodistas: Moreno, Sarmiento, Mitre, Alberdi, Mansilla, los hermanos Gutiérrez. Fueron ellos, desde los diarios y con sus crónicas y columnas de ideas, quienes discutieron ardorosamente y alumbraron la modernidad. Con sus defectos y sus aciertos, con las luces y sombras de aquella época. Pero fueron ellos los que fundaron el periodismo y los valores de la patria. No queremos lo suficiente a los periodistas.
© La Nación
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